jueves, 29 de diciembre de 2011

El Tren




Abrió los ojos pero no vio nada. Se preguntó dónde estaba. No lo recordó. Tenía frío, sintió el vello erizado, su piel se sublevó bajo la áspera tela que le cubría. Una lágrima se deslizó hasta el oído y notó su calor. Navegó en la penumbra de sus pensamientos. Trató de recordar, no fue capaz de saber dónde se dirigía: una conferencia, al bufete, la facultad, un desahucio... Quizás por el contrario era tarde y se disponía a disfrutar del exquisito pato asado que Esther cocinaba expresamente para él. Entró en la sala, colocó sus cosas sobre la mesa, la agenda, sus notas, su doctrina. Midió la distancia entre los objetos y sonrió satisfecho. Por fin recordó algo, el tren, subió al tren en Alcalá. En unos días la primavera habría ganado el pulso al invierno y el calor confortaría su piel. Tenía frío y no pudo abrir los ojos.

LuisCar

lunes, 12 de diciembre de 2011

El Rescate



Rubén había recibido la misiva. Jonás estuvo ladrando y arañando la puerta hasta que le abrió. Su expresión, que abarcaba todo su hocico y sus enormes ojos negros, reflejaba una dulce tristeza. En algún lugar le habían separado de Adriana y desde entonces dejó de menear el rabo.

Sorprendido por aquella inesperada visita, Rubén le asió por debajo de sus patas delanteras, abrazándole para sentir su calor después de tanto tiempo. Respiró el aroma de Adriana que emanaba de aquel jersey con bolsillo incluido, donde un sobre de color blanco le llamó la atención. Lo cogió con curiosidad no exenta de temor. ¿Qué hace Jonás aquí? ¿Dónde está Adriana? Salió a la puerta, se asomó al balcón y buscó a ambos lados de la estrecha calle Mantuano, pero sólo vio un gran turismo negro alejarse a toda velocidad.

Desde que Adriana le dejó tirado en el juzgado el día de la boda, todo un juego de enigmas y secretos de familia se habían presentado ante él. Fue duro encajar el golpe, no estaba convencido de haberlo hecho, era más, en su fuero interno estaba seguro de lo contrario. Se sentía tocado en su línea de flotación y pronto estaría hundido; fue esto precisamente lo que le decidió a cambiar. Era mejor enfrentarse a los problemas y buscar soluciones a las incógnitas, que esperar a que se resolvieran por sí solos. De alguna forma era como la vida, podías afrontar las contrariedades y asumir las consecuencias de tus actos o rodar entre ellas como el agua se mece en el cauce de un río, conociendo de antemano cuál es su principio y su final.

Recordó las clases en la facultad, Garcilaso. No era su modelo. No quería plegarse a ese destino que parecía haberle alcanzado. Tenía que rebelarse, quizás lo que sucedió la última vez que la vio. No debía tomarlo como una desgracia, era más una llave a otro mundo, a otra vida.

Intentó entender el mundo de Adriana ¿qué motivo podía haberla llevado a comportarse así? ¿Qué no entendía de su vida en común? Desde luego fuera lo que fuera, estaba dispuesto a comprender y esforzarse tanto como se necesitase. Con la mente abierta se decían cuando no estaban seguros de la anuencia del otro. Con mente abierta, con mente muy abierta; claro que elegir el color del techo de una alcoba entre negro cisne y rojo grosella era una cosa y comprender su huida y desaparición otra muy distinta. En ambas ocasiones compartían el deseo de entender, de llegar a un punto común que fuera fácil de asumir por ellos dos.

Dejó que Jonás saltara al suelo. Aún guardaba la toalla con el estampado de una ballena con que se lo regaló de cachorro a Adriana y que a ésta le inspiró para ponerle el nombre:

- Todo aquel que salga de una ballena debería llamarse Jonás. Espero que heredes la tenacidad que tu nombre lleva implícito -le dijo acercándoselo al corazón para transmitirle su calor a aquel peluche de algodón blanco con ya enormes ojos negros.


Extendió la toalla junto al radiador y le puso su tazón de agua. Subió el volumen de la música que había bajado al oír sus arañazos en la puerta y se sentó en su sillón. Había viviendas y había hogares. En el momento en que el sillón pasaba a ser su sillón aquel lugar comenzaba a ser partícipe de su espíritu. Aún quedaba algo de Adriana en ella y la veía en cada rincón de aquella casa donde habían decidido establecerse. La música le ayudaba a concentrarse. Lo pensó mejor, cogió el mando a distancia y apagó el equipo. Era el momento de desempolvar un viejo vinilo y sentir la música como antes. Eligió uno cuya portada mostraba un piano de cola cubierto de nieve. Al instante la aguja impactó con el disco y los acordes del piano comenzaron a inundar el ambiente al ritmo del piano y de la voz From Now On (De ahora en adelante). Esperaba que fuera una declaración de principios de cómo él quería comportarse en el futuro.

Sentado releía una y otra vez la carta que había recibido por tan particular conducto. Había llamado a Juan, el padre de Adriana. Durante la conversación se escuchó decir: Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate aunque quisiera hacerlo. Le sorprendió la calma con que Juan había recibido la noticia. Ya unos días atrás, había conversado con él sobre la marcha de Adriana, dónde estaba y qué haría. Su actitud ante los hechos y sus consecuencias, le convencieron de que, o tenía mucha sangre fría o realmente sabía qué le estaba ocurriendo a su hija.


 Luis C. Castilla
Escrito para los Cuentistas del Rabal a partir de la frase : 
"Rompí la carta. Al fin y al cabo, tampoco podría pagar el rescate aunque quisiera hacerlo…”   

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Reales Alcazares en Córdoba

15 de agosto, Cordoba, calor, calor. 40º grados a la sombra y sólo el arrullo de las fuentes, el aroma del mirto y la sombra de los arrayanes hizo posible el reportaje fotográfico. No obstante, ahora no recuerdo el calor y sí la belleza de todos los lugares que recorrí.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Carmelinda

            Carmen caminaba por la amplia acera recién remodelada por el alcalde, eterno aspirante a presidente. Se complacía en caminar con su juvenil movimiento de caderas a la vez que se observaba a sí misma. Como un fotomontaje, jugaba a ver su silueta reflejada en maniquíes que la observaban; rostros sin facciones arropados con exclusivas vestimentas, firmadas por renombrados  diseñadores. De cada una de sus manos, caminaban sendos infantes cubiertos con abrigos de lana verde de diseño austriaco.
            Frente a ella, sentado en una de las nuevas terrazas con seta incluida, se encontraba Jaime sin compañía alguna. Buceaba por sus recuerdos en una botella de cristal verde. Sus miradas se encontraron por casualidad, de esa forma misteriosa en la que el subconsciente se siente atraído por un extraño en el que vislumbra algo familiar. Sus miradas coincidieron por un instante. Carmen centró su ya cansada vista en sus grises ojos, globos sombreados por cejas de plata que sujetaban un sombrero de fieltro gris.
            - Buenos días, Jaime. ¿Has regresado ya de tu viaje a Marte? - Disparó sin más,   sentándose en su mesa a la espera de respuesta-.
            - Buenos días Carmelinda - alcanzó a decir pasado un primer momento de sorpresa,        con la boca y la garganta tan secas como        el contenido de un reloj de arena, -.
- ¡Cuánto tiempo sin escuchar ese nombre y esa voz!- Meditó un segundo, pero   contraatacó de inmediato - ¿Cómo estás? Preguntó apuntando directamente a sus        cataratas. ¿Cuánto tiempo hace, treinta, cuarenta años? ¿Quizás tengas algo que decir?           ¿Me trajiste algo de tu viaje estelar?-.
Su tono era diferente, pasada la sorpresa del primer momento, sus pulsaciones habían vuelto al ritmo normal. Jaime, aún sorprendido por aquella presencia tan inesperada como poco grata, no alcanzaba a serenarse para poder articular palabra. Cuando intentaba responder se quedaba en blanco, hacía el ademán de hablar, pero el aire no era capaz de atravesar sus cuerdas vocales.
Carmen comprendió que después de tanto tiempo preguntándose por qué no acudió la  última vez, ahora que le tenía delante y podía exigirle explicaciones, no tenía ningún interés en hacerlo. El tiempo de ambos pasó mucho tiempo atrás. Todo estaba dicho, aunque en realidad una vez más el silencio murmuró entre ambos. Se levantó para despedirse al igual que se había sentado. Por un momento recapacitó en hacerlo tal como él lo hizo tantos años atrás, entonces sonrió al sentir el dulce sabor de la venganza entre sus labios.
- Nos vamos –le dijo-.
Jaime se levantó para despedirse; fruto de un acto reflejo, acercó la mano al sombrero mientras una sensación de alivio se expandía por toda su dermis; pero Carmelinda se dirigió a él por última vez:
            -¡Qué maleducada soy!, no te he presentado a mis nietos. Esta es Marta, señaló a su izquierda, y este es Jaime, ambos son de Jaime, mi único hijo. ¿Te has fijado en ellos? ¿Has visto sus ojos alguna vez en tu espejo?
            Allí le dejó, perplejo, sin saber qué pensar. Sonriente, alejada ya unos metros, Carmen les dijo a los niños:
            - Qué bien os habéis portado Carlitos, esto merece unas chuches.
                                                                          Luiscar

jueves, 24 de noviembre de 2011

Habia tocado fondo






Luiscar


Había tocado fondo. No se había podido controlar y como otras veces convirtió el llanto de Begoña en silencio, pero esta vez ella no se levantó. Abrió la ventana y se encontró sentado al borde de la azotea. Miraba hacia el vacio sin poder fijar la vista. Las marcas de sus manos en la camisa le devolvieron a la realidad. El murmullo aumentaba a la vez que se escuchaba acercarse el sonido de las sirenas. Vio a Carmen con su mochila a la espalda, le observaba en mitad del gentío; levantó la vista, divisó las luces rojas y azules al final de la avenida. No había marcha atrás, ahora los recuerdos serían pesadillas, cada vez que cerrara los ojos estaría ahí, esperándole, haciéndole recordar…

No pudo más. Levantó la mano para despedirse. La vio asentir con su parpados y leyó un adiós en su labios. Sintió entonces el viento en sus alas y luego la noche.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Condenados a su Destino

Estaban condenados. Sus vestiduras de blanco inmaculado se habían mudado a oscuros colores: granate, añil… Habían caído en desgracia, a lo más profundo, al noveno círculo. La oscuridad completa les atenazaba, y cuando la cegadora luz de las llamas les alcanzaba, era para abrasarles completamente. El fuego inundaba sus entrañas y ellos mientras tanto, desgarraban sus gargantas en un aullido de terror.




Acababa de llegar directamente de donde el brillo y el lustre abrían todas las puertas, incluida la del infierno. Les buscó esquivando lenguas de fuego y ríos de ardiente y fluida lava. Aterrado pero resuelto, decidió que no quería pasar la eternidad en aquel inhóspito lugar, alejado de todo y próximo a la nada. Preguntó a poetas perdidos y abordó a oscuros demonios. No obtuvo respuestas. Perseverante, como siempre lo había sido, consiguió encontrar su tenebrosa morada, y de inmediato se puso al frente. Nadie discutió su carisma. Estaban de acuerdo: él los guiaría.

Al otro lado, el calor había perdido la batalla. Los elegidos habían abandonado el prístino blanco. Ahora se permitía cualquier color: amarillo, naranja, azul… Se encontraban apostados al abrigo de las humeantes piras y de los horripilantes sonidos que procedían del interior de la caverna. Sus legiones, vestidas con oscuros uniformes como el corazón de Hades, custodiaban el muro de las enormes puertas sólo útiles para descender. Eran los cruzados de la Federación.

Ellos lo sabían. Era cuestión de tiempo. Querían salir y nadie lo evitaría. Se habían unido. Tenían el mismo fin y su destino lo habían sellado con el fuego robado a Vulcano. Saldrían y en su terreno les derrotarían. Cumplirían su sueño. Ofrecerían el tributo a su diosa. Al ritmo de la plácida voz, saciaría su sed tras escanciar el néctar de sus chorros en una copa con nombre propio: la Décima.

Luis Castilla a partir de la hípótesis fantástica:
qué ocurriría si los huéspedes del Infierno se amotinasen


Escrito para los Cuentistas  del Rabal


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miércoles, 9 de noviembre de 2011

Mi Paco

-No Señor, ya se lo he dicho al policía con el que hablé en el metro.
-¿Está Vd. segura?
-¿Cómo no lo voy a estar si yo le empujé?
-¿Entonces?
-uhhhhh
-Si, María, lo que quiere decir el Sr. Juez es que cómo sabe quién es el muerto.
-No necesito que nadie replantee lo que yo digo. Las preguntas las hago yo y Vds. las responden. ¿Comprendido letrado? A ver señora López, empiece desde el principio.
-Oiga, ¿otra vez?
-Las veces que hagan falta. Empiece de una vez que no tengo todo el día.
-No se ponga asín hombre, ¿Desde cuándo quiere que le cuente?
-Por favor María, empiece desde el principio. ¿Conocía Vd. al difunto?
-¿Pues no le voy a conocer? si era mi marido.
-Al grano por favor que mi paciencia tiene un límite. Dígame lo que hizo esa mañana antes de salir de casa, y procure responder a mis preguntas de una manera clara y concisa.
-¿Cree que podrá?
- Mire Sr. Juez, como todas las mañanas me levanto a las seis para arreglar un poco la casa antes de salir. Después le preparo el desayuno a mi Paco y cuando él se va, recojo los cacharros y me marcho a trabajar. Sabe Vd. tal como están las cosas, procuro llegar pronto para que me el jefe me vea cuando llega; mira a esta hora se estará preguntando donde estará la Mary y porqué su papelera está llena aún. ¿Se lo explicará Vd., verdad?
-Bueno, bueno por eso no se preocupe ahora; continúe por favor.
-Cuando tiré de la puerta, hacía un cuarto de hora que mi Paco había salido. Todo lo más media hora. Eché la llave, con las tres vueltas, que hay mucho chorizo en el barrio, sabe y salí a la calle para el metro.  Hacía mucho frío, asín que me puse el gorro, la bufanda y salí pitando.
-Letrado, dígale a su cliente que abrevie, tengo más cosas que hacer hoy.  
-Si señoría. A ver María por favor, céntrese en lo que ya hemos hablado. Cuéntele al Sr. Juez sólo lo que tenga que ver con su marido.
- Si a eso iba, pero con tanta interrupción ya he perdido el hilo y voy a tener que empezar otra vez.
-Mire no, dejémoslo estar, María, Vd. ha salido de su casa con la bufanda y el gorro, va pitando por la calle y entonces ¿qué?
-Como le intentaba decir, a esas horas tengo que ir deprisa porque si no se me enfrían las rodillas y estoy todo el día con un dolor de huesos que me cruje. Antes, cuando hicieron el metro, tenía que atravesar todo el parque con el frío que hacía, pero ahora han puesto una entrada y por el túnel se va más calentito.
-Siga por favor, no se disperse.
-Como le estaba diciendo, cuando llegué a la parada del metro, cogí los papeles
-¿El qué?
-Los perioquidos, hombre.

-Bien siga.
 -Yo no los leo, pero me gusta mucho ver los santos, paso el rato y no tengo que ir pensando en otra cosa.
-Por favor María, vamos.
-Verá, las oficinas que limpio están en el ochenta la calle Velázquez, asín que tengo que coger el metro en Simancas, me bajo en Pueblo Nuevo, después la línea cinco hasta Núñez de Balboa y luego andar un rato desde la plaza de la estatua, nunca me acuerdo cómo se llama , hasta allí.
-Entonces, ¿se puede saber que hacía en la estación de Aluche?
-Pues verá Sr. Juez, cuando estaba bajando las escaleras para hacer transbordo en Pueblo Nuevo, vi a mi Paco. La verdad es que me extrañó, sabe, mi Paco lleva todo la vida yendo en metro y no se equivoca nunca de parada, pero a esa hora no tenía que estar allí. Miré el reloj, mire me lo regalo mi Paco, él entraba a trabajar en el supermercado a y media, ya eran y veinte y estaba en otra línea, en otra dirección.
-¿Qué hizo entonces?
-Qué Dios me perdone por lo que hice. Con lo desconfiada que soy, lo primero que pensé es que le habían despedido y no me había dicho nada o que iba a verse con alguna mujer, con la cantidad de mosquitas muertas que andan por ahí sueltas y como  no sabía qué pensar, le seguí. Seguro que iba a llegar tarde al trabajo, pero si tenía suerte y ese día estaba D. Javier, seguro que no me regañaría demasiado. Es tan bueno.
-Siga, no pare ahora
-¿Qué pasó entonces?
-Mi Paco, cogió la salida de la línea verde, la que ponía dirección Casa de Campo. Yo estaba azorada por que por allí no había ido nunca, pero le seguí desde lo lejos. Cogió las escaleras mecánicas después de esperar la cola de tanta gente que había y fue entonces cuando vi al otro señor.
-¿Qué hombre?
-Era la primera vez que lo veía. Discutieron cuando iban a subirse, pero mi marido no le hizo caso.  El otro tuvo que esperar, yo estaba casi a su altura cuando montó y subió corriendo por ellas. Mi Paco ya estaba a punto de bajarse cuando aquel hombre llegó a su altura y con el hombro le golpeó a la vez que seguía subiendo. Mi hombre que era muy bravo, le siguió y fueron discutiendo y gesticulando. No sabía lo que decían pero desde luego estaban de bronca.
-¿No llegó a escuchar nada?, venga María recuerde.
-No, de verdad que no. Ellos siguieron andando hacía el andén. Yo me quedé fuera para que no pudiera verme y cuando llegó el tren, les busqué y me entré en el vagón de atrás. Había mucha gente, asín que me quedé en las puertas para ver cuando salían.
A veces podía verles entre el público, pero ya no discutían, estaban agarrados a la barra mirándose uno enfrente del otro.
-Sra. López, descríbanos cómo era ese hombre. ¿Lo vio bien?
-Mire señor, yo a mi Paco lo distinguiría a un kilometro, aunque fuera sólo por su olor, pero al otro que estaba de espaldas, no le pude ver bien hasta más adelante. Cuando…
-Vamos  por partes y pongamos un poco de orden, estaban todos en el tren, ellos dos en un vagón y Vd. en el otro. Les miraba pero ya no discutían y estaban uno frente a otro, ¿de acuerdo? ¿Entonces qué pasó?
-Cuando el metro llegó a Aluche, se bajaron los dos y se pusieron otra vez a discutir. Yo  había salido también y mi curiosidad y mi estado de preocupación ya no me permitían ver aquello  sin acercarme. Me armé de valor y me fui hacia ellos. Casi estaba a su altura, cuando mi Paco me vio, me miró y yo le miré. En su cara sólo pude ver primero sorpresa y después miedo.
-¿Fue cuando pudo ver al otro señor?
-Silencio letrado. Termine de una vez.
-Sí, vi el miedo en su cara al mirarme y luego seguí su vista que señalaba al otro hombre. Al observarle por primera vez me sobresalté y pasado el primer momento empecé a comprender. Aquella persona no era ningún desconocido para mi Paco, era su vivo retrato del día que nos casamos. El andén había quedado vacío y yo estaba junto a ellos tratando de reaccionar. Ellos me miraban y creo que también querían reaccionar. No podía ser, mi Paco no me podía haber hecho eso, no, mi Paco no. Todos los años junto a él se me vinieron a la cabeza como un baile de fotos, todas las privaciones, todas las miserias, hasta el hambre. Noté cómo me latía el corazón en las sienes y él que me conocía bien me dijo: - Espera, te lo puedo explicar, no te pongas así. Pero esas cosas Sr. Juez  no se pueden explicar. Me fui hacía él  y cuando llegaba el tren le empujé.


Luiscar





                                                         

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ojos Azules

                                              
¡Sinvergüenza, estamos aquí los primeros y viene él y se los lleva!... Fernando se había levantado a la seis de la mañana, como todas las mañanas desde hacía más de cincuenta años. Casi nunca había tenido que faltar al trabajo. Siempre llevaba a gala no haber estado nunca enfermo, ni haber tomando nunca una baja. Sólo, cuando nacieron sus hijos faltó al trabajo. La primera vez que tuvo a Elena en brazos se le saltaron las lágrimas, no podía creer que aquella cosa tan pequeña fuera parte de él; en especial, le llamaba la atención lo fuerte que era y lo frágil que parecía cuando Petra, su mujer, se la ponía en brazos. El acercaba el oído a su pechito para escuchar el latido de su corazón, va a ser de hierro, lleva una locomotora dentro. Acababa de sonar el despertador, no le hacía falta, pero le gustaba escuchar a aquel locutor de radio. No es que le interesara mucho lo que ocurría en el mundo, pero desde joven estaba obsesionado con las noticias del parte y ahora era tarde para cambiar. Estiró la mano para explorar la cama, sólo, tan vacía desde que Petra le abandonó. Despacio, poco a poco, cuando los huesos y los músculos se hubieron desentumecido, consiguió sentarse en la cama y ponerse las zapatillas. Ya había empezado el día. Anoche estuvo leyendo hasta tarde, como todas las noches no podía dormir. Evocaba tantos momentos pasados cuando la soledad no era su única compañía. Releía sus viejos libros que casi sabía de memoria. Su vista no era buena, había mejorado desde que le operaron de cataratas pero recordarlo le producía mucha angustia. Había tenido que pedir ayuda a un vecino, pues ni sus hijos, ni sus nietos, podían acompañarle aquel día en que después de la operación, cuando ya se marchaba a su casa, había perdido el conocimiento. A pesar de ello, insistía en seguir leyendo; en muchos de sus viejos libros encontraba marcas de su paso por la vida en compañía de Petra y eso le gustaba, no buscarlos, si no encontrarlos. En uno, no hacía mucho tiempo, había recuperado un billete del tranvía, treinta de enero de mil novecientos sesenta rezaba la fecha. Aquel día nació Irene. Tuvo que salir corriendo del trabajo al hospital con La Gaviota en las manos y allí lo encontró tantos años después. Ahora Irene podría ser abuela. Cuando consiguió levantarse, fue arrastrando las zapatillas hasta el baño, encendió la luz y su imagen se reflejó en el espejo; hacía frío, se vio a sí mismo afeitándose años atrás, tenía que quedar rasurado por completo, sin cortes ni sombras grises, esa mañana tenía que recorrer el pasillo de la iglesia con Marta del brazo, la entregaría a ese hombre que nunca le había gustado y que le hizo sufrir lo indecible. Quería ponerse la misma corbata que el día de su boda, se había prometido que aquel pedazo de seda, que tanto le costó entonces y que tan feliz le había hecho, sería para él y los suyos un amuleto de la suerte; ahora no sabía dónde estaba, ni tan siquiera sabía si existía, o quizás era que su memoria no quería saberlo.  Pensó, es el privilegio de los ancianos, pueden olvidar o recordar el pasado según sus apetencias o necesidades. Ya no se afeitaba todos los días, le dolían mucho los brazos y las piernas  cuando se inclinaba hacia delante para verse mejor en el espejo y apurar el afeitado. Seguía usando la maquinilla que le regaló Andrés, mira abuelo, es así de sencillo, sólo le tienes que dar a este botón y pasarla suavemente par la cara. A él no le habían gustado nunca esos artilugios, pero su Andresito era especial y por él marcharía a la luna aunque tuviera que hacerlo en tranvía. Cuando salió del baño, ya había conseguido enderezarse del todo. Echaba de menos a Petra, siempre le esperaba con una sonrisa y un tazón humeante de café con leche. Desde que se marchó, no había vuelto a tocarlo.

Tenía un escudo muy bonito con una flor, Felipe se lo había traído de uno de esos viajes tan largos que él solía hacer. Cuando era pequeño, le compraba cuentos con ilustraciones de las aventuras de Julio Verne y desde entonces cogió el gusanillo de recorrer el mundo por su propio pie; una vez le dijo, abuelo, yo quiero hacer esos reportajes tan guays que hay en la tele. Ahora, sólo tomaba leche con café soluble, se había acostumbrado a su sabor amargo mezclado con el dulce de la sacarina. Hacía mucho tiempo que tenía prohibido comer prácticamente de todo. Eso ya no le preocupaba, había perdido las ganas de comer y lo que realmente le gustada, ni debía comerlo, ni podía permitírselo. Cuando iba al mercado se fijaba en las viudas. Las seguía para ver qué compraban y permanecía atento a las conversaciones con los tenderos para escuchar las recetas. Tenía sus mujeres favoritas, aquellas a las que le gustaban las mismas cosas que a él y ellas, mucho más listas, aminoraban el ritmo al caminar o se repetían varias veces para que las pudiera memorizar. Procuraba ir siempre a la misma hora, si tenía suerte y Manola estaba comprando, tendría un buen plato para cocinar. Se echó colonia, se la había regalado Jaime cuando estuvo en casa la última vez; fue ex profeso a llevársela, había olvidado llamarle para felicitarle por su último cumpleaños. Había sido una visita fugaz, en la práctica sólo le dio tiempo a saludarle y ofrecerle un café, tenía tanta prisa que apenas pudo desenvolver el paquete en su presencia; cuando se la ponía cerraba los ojos y le veía, ¿de quién habría sacado esos ojos azules? Cuando fue a cerrar la puerta, recordó que no había cogido la bolsa de plástico, cogió una de Mercadona, las tenía dobladas en un cajón en forma de triángulo; tal cual, se la echó al bolsillo y cerró la puerta.

Giró una llave tras otras hasta completar las tres cerraduras; ahora venía lo peor, tenía que bajar los cuatro pisos a pie, sesenta escalones más tres del portal; el día que no pudiera, no sabría qué  hacer; pero de eso se ocuparía cuando llegara el momento, ahora, despacio, agarrado a la barandilla nueva, fue bajando escalón a escalón. Flexionar la rodilla y estirarse para llegar al siguiente, le producía un gran dolor en la espalda, pero pasado el primer piso, con los músculos ya calientes, todo iba mucho mejor. Cuando llegó al rellano del tercero, estiró la mano y Petra no estaba, se había ido. Todo empezó cuando Petra se marchó. Comenzó a sentirse sólo de la noche a la mañana; un buen día en la revisión del hospital, el doctor le llamó en un aparte mientras ella se vestía; le miró con ojos de decirlo todo sin articular palabra, ¿es tan grave?, la cara de aquel medico no movió ni un musculo durante unos segundos, como si reflexionara sobre lo que debía decir, pero al final guardó silencio, mantuvo su mirada y asintió una vez al cerrar los parpados; aquellos ojos, mensajeros de mal agüero, se habían grabado en su memoria, azules y cristalinos como los de Jaime. Todo fue tan rápido que no le dio tiempo a asimilar nada, su enfermedad, la soledad, el no saber qué hacer; le acababan de decir que su mundo estaba en ruinas y que en unos días estaría destruido por completo. Aquella mano que tanto le dolía, se la arrancaría si pudiera; antes de sujetarse a la barandilla, se miró esa agorera mano contemplando la línea de la vida, esa palma que le recordaba, al percibir el frio de las sabanas, que estaba sólo. Ella se durmió, pero él vivía una pesadilla de la que no era capaz de despertar. No se había acostumbrado a la rutina del día a día, buscaba cosas que hacer, buscaba referencias a las que agarrarse para organizar una vida que estaba patas arriba desde que Petra se marchó, no le quedaban ganas. Cuando durante tantos años le acompañaba a la Iglesia y se postraba ante la imagen de la Virgen, a pesar de no ser creyente, le rezaba pidiendo siempre lo mismo, deja que me vaya yo antes que ella. Lo había atado todo para que no tuviera ningún problema; en su testamento lo  especificaba, qué hacer con sus restos, el dinero de los ahorros, sus pertenencias personales; estaba todo previsto menos que aquella enfermedad introdujera entre ellos ese silencio mortal que él no era capaz de soportar. Había tenido unas horas de lucidez antes de marcharse. No llegó a abrir los ojos, pero le dijo lo que estaba viendo, estoy con Irene y con Elena, las escucho, me sonríen y me llaman con los brazos; después de aquello no volvió a despegar los labios, se fue apagando poco a poco como el tiempo se llevaba su vida. Esa vida que le había golpeado una y otra vez y ahora, con la bolsa desplegada, iba a llegar tarde a la parada del metro. Hacía mucho frío, se había levantado la solapa del abrigo pero no podía ir más deprisa, a esas horas de la mañana, entre dos luces, la patata, como él decía, no le daba para más. Desde el portal se divisaba la parada, no podía ver bien a lo lejos, aún no había clareado del todo, pero no veía los grandes paraguas de colores, no estaba ni el azul, ni el amarillo ni el rojo. Tampoco parecía que hubiera gente arremolinada, ni esperando; después de todo no iba a llegar tarde. Cuando se acercó a la boca de metro, estaba Lucía con su coleta rubia colgando a través del hueco de su gorra amarilla. Tan simpática como siempre, le dio los buenos días con la música de reproche de siempre, tan temprano aquí, ¿para qué? Enseguida llegó Carlos, con su peto rojo y azul y su gorra con el anagrama. Buenos días le contestó, mirando al cielo para ver si había atisbo de lluvia. Enseguida empezó a llegar más gente, arremolinándose alrededor de los muchachos. La furgoneta blanca acababa de llegar, sacaron los paquetes y los colocaron encima de los atriles, mientras los jóvenes trataban de contener a la gente. Por favor, no se pongan nerviosos, enseguida se los damos, de uno en uno por favor. Cuando empezaron a distribuir los papeles, se acercaron todos a la vez estirando las manos para llegar a los contenedores. Corrillos de personas de su edad, comentaban y discutían, éste se ha llevado más, a mí sólo me han dado cuatro. Fernando llevaba en las manos seis u ocho de cada uno de ellos y los apoyó en el murete de granito para así poder meterlos en la bolsa. Un transeúnte de ojos azules cogió uno de ellos y continuó su camino bajando los escalones del metro, absorto en sus cavilaciones. ¡Sinvergüenza, estamos aquí los primeros, viene él y se los lleva!, pero cuando terminó de increpar al hombre, vio en él algo que le resultaba familiar. Después de tantos años, había vuelto a ver aquellos ojos, aquellos ojos azules, fríos como el hielo polar a los que entregó a Marta en al final de aquel pasillo, aquellos crueles ojos azules que fueron lo último que Marta pudo ver.

                                                           Luiscar



domingo, 20 de marzo de 2011