sábado, 26 de enero de 2013

Las Lecturas de Luiscar 2








            En la primera entrada de las lecturas de  LuisCar hice mención a La noche de los Lobos, de Federico Volpini. Si no me extendí, como en el caso de Indridasson o de Ignacio del Valle, fue por una buena razón. A las pocas horas de subir la entrada al blog, el Sr. Volpini, Don Federico había quedado en asistir al curso de los Cuentistas del Rabal para comentar su libro. Hubiera sido por mi parte una imprudencia, a tan solo unas horas de la visita del autor, exponer ideas que en poco tiempo podían ser contrastadas con el mismo. Pasadas las razones, vayamos al turrón, símil que en agrios tiempos de principio de año puede casar.
            La historia empieza con una incursión vikinga con secuestro de príncipe y la aparición de la ‘verdadera gente’ que aniquilan a éstos y convierten al príncipe en un anónimo entre tantos. A partir de aquí, con un verbo fácil, D. Federico nos desgrana la trayectoria de una joven que, a temprana edad, tomó las riendas de su vida en un entorno hostil, donde las luchas de poder de los adultos influían en su vida y que, gracias a su arrojo y a un collar mágico, fue capaz de llevar a buen puerto una misión para la que nadie la había llamado y el destino la había elegido. Literatura juvenil de calidad, merece la pena intentarlo.
            Vehemente, clásico en sus gustos musicales con referencias a King Crimson, hacía tanto tiempo que no me acordaba de ellos que me dio una gran excusa para retomarlos (Recomiendo especialmente Epitaph, editado en el disco In the court of Crimson King). Contrario respecto de las decisiones de la editora en cuanto al título y al montaje de la portada, se mostró claro, contundente y gran conversador. En definitiva, un buen tipo con el que se puede departir y charlar durante horas, un gran escritor que se prodiga poco.

            Además, en estos días de fiestas navideñas pasadas, he tenido oportunidad de leer algunos libros más. Aunque hace ya un par de meses que los terminé, me gustaría recordar los dos libros de Glenn Cooper, La Biblioteca de los Muertos y su continuación, El Libro de las Almas  
Partiendo de una abadía medieval en las islas del canal tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, se descubre un complejo subterráneo de salas que contienen una serie de libros, millares, en los que se relatan nombres y fechas que encadenan nombre y fecha de fallecimiento. Estos libros, que son controlados por los servicios secretos norteamericanos, dan lugar a filtraciones, usos, digamos ilícitos, y héroe que lucha por la razón y la verdad. Bien escrito, cuadrado en los enigmas que van surgiendo y bastante entretenido, quizás el problema resida en que lo inverosímil termine por ser indiferente, además de que la verosimilitud de la actuación de los servicios secretos queda lejos de lo que uno pueda imaginar. Son los malos del libro, pero no por ello han de ser tan torpes. En definitiva, un divertimento sin mayor trascendencia.
            Otro de los libros que he leído estos días lo elegí para pagar una deuda de gratitud. A principios del verano pasado me reglaron un ejemplar de El Sueño Eterno de Raymond  Chandler. No soy tan osado para comentarlo. Clásico entre clásicos, solo diré que cada frase, cada relectura, cada sentencia del Sr. Marlowe tiene el peso de una idea en sí misma. Las hijas del general diseñadas como el mejor personaje y desenlace sorprendente. Si no lo han leído, creo que están perdiendo un valioso tiempo si no están camino de la biblioteca.
            Puestos a leer clásicos, el siguiente fue Fahrenheit 451 de Ray Bradbury —surgió en la conversación con el Sr. Volpini. Esta vez fue la primera lectura. Según iba leyendo recordaba  fotogramas de la película de Truffaut que pude ver en la televisión cuando era un niño. Como norma general, de los clásicos poco se puede decir. Quizás uno deba describir mejor sus emociones al leer que analizar la calidad literaria, pues después de tantos años, tantas lecturas y tantos estudios en las universidades de todo el mundo, no voy a descubrir nada que no esté dicho, ni escrito. Pero lo que nadie habrá sentido por mí es la ansiedad, el frío, la opresión y la desesperanza de pensar y experimentar los momentos que vive el personaje en su periplo interior. La ciencia ficción no es en el fondo más que un atrezo para seguir indagando en los sentimientos y en las relaciones humanas ante casos que imaginamos diferentes a la vida cotidiana. Pasados los años desde su edición, todo lo que aparece en esta novela pudiera ser realidad, un estado opresivo, unos servicios públicos que se usan para lo contrario de lo que fueron diseñados y un desarrollo tecnológico que sólo buscar alienar a la sociedad. De verdad, ¿estos parámetros no le recuerdan a nada de lo que ocurre en nuestros días? Prometo una relectura.
            Ahora el fracaso del mes. La Niebla Herida, de Joaquín M. Barrero. He aguantado hasta la página 250. Para mí es un fracaso personal. Tengo una norma y una máxima: a cualquier libro le doy hasta la página 50 para que me enganche. Si llegado a este punto no lo ha hecho, abandono. En el caso de la Niebla Herida he sobrepasado con creces ese listón, me interesa el tema, de verdad, es inteligente y promete. ¿Cuál es el problema? En mi opinión, las divagaciones y las explicaciones sobre la guerra civil y el entorno de los personajes. Creo que no son necesarias y entorpecen el ritmo, además de distraer de la trama que es realmente interesante: el asesinato de unos niños por lo que vieron en el matadero de Madrid, y cómo, tras la emigración a Venezuela, muchos años después, se resuelve el misterio. Pero de esto ya no puedo hablar, me quedé en la página 250.
            Para resarcirme de este fracaso, he vuelto a lo seguro. Aunque no me gusta releer libros —quedan tantos por leer— mi estado de ánimo necesitaba enfrentarse con algo seguro, ya leído. Y como no, uno de mis favoritos, Arnaldur Indridasson, y puestos a repetir, qué mejor que el primero de sus libros que leí: Las Marismas.
            Es el primer libro que se editó en español de este autor islandés, si bien es el tercero de la serie del inspector Sveinsson. Espero que algún editor inteligente se atreva a traernos los dos primeros. Indridasson a través de Erlendur —forastero en la lengua original—, que para mí es tan especial, investiga en su interior y en las peculiares relaciones con su familia en entornos de casos policiales excepcionalmente desarrollados y resueltos siempre de una manera inteligente, sorpresiva y sin violencia ajena a la vida diaria de un país donde las condiciones de vida son extremadamente difíciles.  No dejéis de leerlo.
            Entre mi fracaso y la relectura de Indridasson hice una parada en el metro. Metro 2033 Leningrado, de Shimun Vrochek. Recientemente editado, forma parte de una serie llamada Universo Metro 2033, iniciada por Metro 2033, novela original de Dmitry Glukhovsky, que Editorial Planeta está tratando de introducir en nuestras casas. Este libro que alguien que me aprecia y conoce mi gusto por la ciencia ficción me propuso su lectura. Supongo que a ella ni le apetecía, ni tenía tiempo para hacerlo. La verdad, yo tampoco la imagino leyendo batallas de pulpos mutantes contra humanos supervivientes a un holocausto nuclear en estaciones de metro a oscuras e inundadas por negra agua radioactiva. Bueno, pues aunque empiece de esta manera, es un espejismo, lo que sigue es mucho mejor. Cada estación es un estado independiente, hay federaciones de estaciones, luchas por el poder entre las mismas, deseos imperialistas y una superficie poblada por bestias que han sobrevivido a la radiación y que devoran a cualquiera que decida salir a la misma.
El robo de un grupo electrógeno que abastece de energía a una estación desestabiliza el status quo de los reinos de taifas, iniciando el periplo de Iván por los túneles,  estaciones y la superficie, lugares todos ellos habitados por una completa fauna humana o no tanto, que intenta sobrevivir buscando una central nuclear que surta de energía a toda la red de metro. Radiación, bichos, plantas semi humanas,  humanos semi vegetales, humanos y un final inesperado, tampoco está tan mal. Si te gusta la ciencia ficción te lo aconsejo. 

LuisCar, enero 2013

domingo, 20 de enero de 2013

El caballero medieval


            Lo más divertido de escribir son los trabajos de clase. Somos bastantes, alrededor de una docena; cada uno con nuestras diferentes inquietudes respecto de la vida, la escritura, la música, la lectura, pero contrariamente a lo que se pudiera pensar, creo que somos un grupo homogéneo. ¿Por qué? Se preguntará el lector, pues porque, en el tiempo que llevamos juntos, hemos aprendido a entendernos, a respetar como es cada cual, a aplaudirle en lo que hace bien y en apoyar y criticar con el cariño con que lo haría un hermano, aquellas cosas que son mejorables. Esto no quiere decir que la crítica mordaz no haga acto de presencia, siempre planea sobre nosotros, sino que siempre es bien intencionada y con un sólo fin: nuestro crecimiento literario e intelectual.
            Es por todo esto, que para nosotros la asistencia a clase es uno de los momentos de la semana, por lo cual solo fuerzas de causa mayor pueden impedir nuestra asistencia. En uno de esos días, la profe nos explicó qué eran los mitos de la creación y las leyendas -la clase teórica está ya subida en el blog de los cuentistas del Rabal- y como colofón en la siguiente clase, teníamos que jugar a ser dioses creando el mundo, éste o cualquier otro que se nos ocurriera, o a ser charlatanes creando una leyenda. Yo, por mi parte, como mis compañeros ya saben de qué pie cojeo –el arte, la historia, los museos, la ciencia ficción, la novela negra, el misterio- y qué es lo que mas me gusta leer y escribir, nada tuve que comentar cuando leí en clase esta invención de leyenda. Espero que sea del agrado de todos...

El caballero medieval

—Mi brigada, parece que ha visto un fantasma. ¿Qué le pasa, si sólo ha mirado la lista de servicios para esta noche? Hay luna llena pero no es para tanto
— ¿Sabes qué día es hoy?
—Claro, mi brigada, hoy es domingo, 10 de julio, el cumpleaños de mi madre. Voy a comer con ella y luego, a las nueve, cuando sea la hora de cerrar el museo entro de guardia con Vd., mi brigada.

             El brigada Chaparro no podía creer su mala suerte; qué malaje, se decía en su tierra. De estatura breve y amplio estomago, hacía honor a su apellido, mientras el cabo primero profesional, que así se hacía llamar, chusquero para todos los demás, se llamaba Olmo, alto y corpulento como el árbol que no aún contraído la grafiosis. 

—No es que quiera darte una clase de historia pero, ¿sabes cuál es la pieza más importante del museo?
—Por supuesto, mi brigada, recitó de carrerilla, las piezas más importantes del Museo del Ejército son: la capa de Boabdil, ‘El chico’, la armadura de Carlos I y, por encima de todas ellas, como reza el folleto de la entrada, la Tizona, la espada del Cid Campeador.
— ¿De verdad que no has oído nada al respecto?
— ¿Algo de qué, mi Brigada?
—No, si va a ser verdad que te has ganado a pulso el apodo de chusquero.  ¿Sabes lo que vamos a hacer esta noche? Tú y yo nos vamos a encerrar en la sala de banderas y de ahí no nos va a mover nadie hasta que amanezca. ¿Entendido?
—Mi brigada, por favor, explíqueme de qué va todo esto.
—Voy a contarte una historia, pero cuando termine nunca la harás mención, yo negaré haberla contado y juraré sobre la Biblia que nunca oí hablar de ella.

            Fue hace bastantes años, yo aún no era brigada, acababa de pedir destino en Madrid y el museo podía ser un destino tranquilo. Así, que todo ufano y contento, me dispuse a hacer mi primera guardia nocturna por los pasillos de este edificio, que como ya debes saber fue el salón del trono que formaba parte del Palacio de Buen Retiro. Por un lado, pensé que sería un trabajo relajado donde pasear y dejar sestear los días hasta la fecha de mi ascenso, en la que podría pedir un destino más acorde con mis aptitudes y mis deseos, una tranquila oficina en alguna ciudad del sur, junto a mi amado mar Mediterráneo. 

            Aquella noche no la podré olvidar jamás. Domingo, 10 de julio.  Nada más cerrar la puerta y apagar las luces del edificio, un ruido de cristales rotos atronó en el interior. Rápidamente, los que estábamos de guardia nos dividimos en dos grupos, unos a rodear el perímetro exterior, los más y otros, el brigada Plácido y yo mismo, corrimos por los pasillos en busca de la causa de aquel estrépito. En nuestra carrera, jadeantes y azuzados por la adrenalina de nuestra sangre, llegamos hasta la sala de armas blancas donde nos encontramos una vitrina rota y sus cristales desperdigados por todo el suelo.     Lo peor, La Tizona, desaparecida. Escuchamos sonido a lo largo de los pasillos, incluso llegué a creer que había escuchado metales golpeando entre sí, relinchos y ruido de cascos a la carrera. Pasado el primer momento, todo permaneció en silencio. Encendimos todas las luces del museo y recorrimos las estancias, los pasillos, las oficinas, hasta llegar a las buhardillas y los sótanos. Hasta llegar a una conclusión: nadie había entrado, nadie había salido. 

            Una vez hubo terminado la ronda completa, apostamos vigilancia en los lugares de entrada y salida, y nos dirigimos al cuerpo de guardia para hacer el informe que habríamos de presentar a nuestros superiores al día siguiente de aquella pavorosa noche. Fue entonces, cuando los mismos ruidos se reprodujeron y al llegar de nuevo a la sala de armas blancas, cuál no sería nuestra sorpresa, al ver vimos cómo una figura a caballo, vestida con yelmo y cota de malla, depositaba la espada en la urna de cristal para desvanecerse lentamente a la vez que los rayos de sol entraban por los huecos de las contraventanas. No habríamos creído lo que vimos si no hubiera sido por el reguero de sangre que dejó tras de sí, la misma que goteaba de la Tizona y por la cabeza que se encontraba pinchada en la pica del alabardero que se encuentra junto a la puerta de la sala.

            Muchos son los testimonios de personas que dicen haber visto la figura de un caballero medieval que cabalga por el Retiro blandiendo una espada en noches de luna llena, y todos ellos coinciden en la fecha, domingo, 10 de julio, aniversario de la muerte del Cid Campeador.


sábado, 5 de enero de 2013

CUENTO EN NAVIDAD (niebla y campanas)

                        El primer año de nuestro curso de Relato Breve fue el 2010. Después de los primeros escarceos y los primeros ejercicios, Felicitas, nuestra profesora, nos dijo, ahora mismo no sabría indicar con que grado de sorna, que unos escritores como nosotros, observen que el calificativo está en cursiva, no deberíamos presentarnos en clase con ningún relato cuya extensión fuera inferior a cinco páginas. Y para empezar a demostrarlo, teníamos que escribir un cuento de Navidad, sin tópicos y de tema libre. Cuando le entregué mi trabajo, lo primero que hizo fue tachar el título, las campanas son tópicas y recurrentes en Navidad, si bien, después de la lectura y el vapuleo consiguiente, me confirmó que al menos el título valía, pues las campanas estaban utilizadas de una forma no tópica. Así que ahora, cuando ha pasado la Navidad y no hay riesgo de que se repitan los sucesos que se relatan, aquí la publico en la espera de que su lectura les sea entretenida. 
CUENTO EN NAVIDAD 
 (Niebla y Campanas)

                       Vivo bajo el puente que cruza la M-30 a la altura del tanatorio.  Llevo aquí algunos años, los suficientes para que mis huesos sufran las inclemencias del invierno de Madrid. Me acompaña Tristán, siempre a mi lado, quien en silencio me escucha a todas horas. Ahora es tarde, estoy dolorido y cansado, los cartones no aíslan bien del frío y voy teniendo una edad en la que cada vez hay que descansar más, para ir haciendo menos cosas. A lo lejos suenan las campanas de la Iglesia de San Juan Evangelista llamando a la Misa del Gallo; ese tañer me hace rememorar muchas cosas e historia pasadas, y la experiencia me dice que he de cerrar los ojos para que estos no me engañen.
—Tristán, ¿te acuerdas de lo que tantas veces te conté que sucedió en aquella Noche Buena víspera del cambio de milenio?
                        Era un luminoso día de agosto cuando la Goleta Atrevida atracaba en el puerto de Astillero, próximo a Santander. Su armador, el ilustre nuevo Marqués de Cayón, Don Tarsicio García López, regresaba a la metrópoli después de haber conseguido con el comercio del azúcar, el tabaco y el café su título nobiliario. Se presentaba a sí mismo como persona que amaba el trabajo por encima de todo, era un tipo enjuto y fibroso, de mirada intensa e inteligente; tenía presencia de inglés, en la que destacaban sus ojos azules como el Caribe, el cabello rubio del color de la caña madura y una piel nívea, herencia de sus antepasados de la Montaña, y todo ello reforzado con un don especial: la psicología para con las personas, que acompañaba con una inmensa capacidad para el trabajo y una liberalidad que le hacían conseguir todo aquello que deseaba.                   
                        Don Tarsicio, que regresaba definitivamente a España, traía consigo las palmeras que habría de plantar en la entrada de su finca, las situaría cruzadas a modo de señal de un mapa que indicará el lugar desde donde partió en busca de fortuna, para años más tarde regresar con el sueño cumplido. El resto del plano lo conformaría el vallado de forja que rodearía toda la extensión del terreno, éste seguiría la silueta de su preciada isla de Puerto Rico, a la que tanto debía y a la que se accedería por una puerta de bronce dorado coronada por su nuevo blasón. Además, en la goleta de su propiedad, traía de América todo aquello que pudiese necesitar para abastecer y engalanar aquella casa de forma que sus invitados la encontraran digna de su nueva situación. Había hecho traer los muebles desde Taxco en México, los hilos de Manila en Filipinas, la china de Worcester en Inglaterra, el cristal de Bohemia y Estiria y por supuesto la plata de Viena; pero su bien más preciado y así lo refería él a toda persona a quien se la presentaba era su esposa, Doña Dominga Yauco y Ponce. Mujer menuda de mirada torva, fuerte de carácter y tan caprichosa como celosa, heredera de una familia criolla de las que tras la invasión francesa de la península, se repartió el botín del poder en la colonia.
                        Con todo este equipaje se dirigía a su nueva mansión en el lugar que le había visto nacer, Santa María de Cayón, donde se había prometido a sí mismo celebrar la cena de Noche Buena del año en que el siglo XX iniciaba su andadura, rodeado de su familia y en especial de su hermana Filomena, por quién profesaba un amor especial…

                        El conductor del Maserati acababa de atravesar el valle que se produce por la confluencia de los ríos Pas y Pisueña. Había dejado atrás Selaya y Villacarriedo para internarse en las colinas de los múltiples tonos verdes que convergían hacia el mar, donde esperaba ver por primera vez el Palacio del Indiano, la parte más importante de la herencia de su  pariente que hizo fortuna en América. Según le habían comentado, podría rescatar el título de nobiliario si él quisiera; con parte del dinero recibido podría pagar las minutas de los abogados y los derechos reales; pero era algo que todavía no había pensado y aún estaba por decidir. Lo que sí había resuelto, era invertir el resto de la herencia en un banco americano que le había aconsejado la familia de la tía abuela de Puerto Rico, The Leman Bros Bank.
                        Había salido de Madrid con su inseparable perro con la intención de tomar posesión de la casa y confirmar que podría celebrar en ella la cena familiar de Noche Buena que  correspondía al cambio de siglo; por fin se alejarían los fantasmas de las guerras mundiales y se entraría en un siglo de paz, igualdad y progreso económico.
—Vamos baja perezoso que ya hemos llegado.
                        Aparcó el coche junto a la verja metálica. Le llamó la atención el escudo y la corona que estaba sobre éste; abrió la puerta no sin esfuerzo escenificado por el chirriar de los goznes, para tomar el paseo flanqueado por las farolas, sobre el que se cruzaban dos palmeras en forma de a mayúscula. Mientras se acercaba a la entrada principal fue observando la casa, de planta cuadrada, de tres alturas vistas, pintada en color canela, con las dovelas enfoscadas en color crema rodeando los ventanales franceses y rejas de gran mérito en todas las ventanas. Su primera impresión fue de escalofrío. Alejada de cualquier otra edificación, a la luz del ocaso, con el sol dorado reflejándose en sus cristales, la visión le pareció realmente perturbadora. Una vez que recorrió los cien metros que le separaban del edificio, abrió la puerta principal a través del la cual se llegaba a la entrada interior para los carruajes. Por fin llegó al zaguán, estaba oscuro y en silencio; el perro ladró y se pudo escuchar cómo el eco franqueaba todas las estancias. Encendió la luz y se vio transportado a otra época.

                        Le resultaba increíble pensar que en un lugar como aquél, después de tanto tiempo, todo estuviera limpio y conservado como si su tío abuelo acabara de salir en dirección a la capital. Recorrió todas las habitaciones, una por una, con el perro pegado a él; comenzó por el comedor, siguió por las alcobas en los pisos altos y el dormitorio principal, situado en la primera planta, que se prolongaba hacia el exterior gracias a una terraza abalconada, para terminar por el salón de baile donde se encontraban los retratos del Marqués, la Marquesa y la hermana de éste, según rezaban en sus marcos, de gran realismo, vestidos de gala y firmados por Francisco Oller.
                        Todo estaría listo para la cena de Noche Buena, por fin después de tantos años, aquella casa volvería a estar habitada por el bullicio, los juegos y las risas de su familia...

                        Los invitados estaban sentados a la mesa, las mantelerías de hilo, las vajillas de porcelana, las copas de fino cristal, los candelabros de plata encendidos  y las viandas sobrantes listas para ser retiradas. Había sido una velada perfecta. La conversación había fluido entre los comensales, y poco o nada se había hablado de política, incluso, se había podido soslayar el tema de la reciente pérdida de las últimas colonias, incluida Puerto Rico. Cuando el anfitrión ordeno retirar los postres sus instrucciones coincidieron con la primera llamada a la Misa del Gallo. La pequeña iglesia románica aún conservaba el retablo policromado del siglo XIV, así como las campanas donadas por Doña Urraca, Reina de  Castilla y León, de las que se decía podían ser escuchadas desde cualquier parte del valle e incluso en los valles vecinos.
                        Mientras los hombres se dirigían al salón de fumar y las mujeres a sus alcobas para recomponer su apariencia antes de salir en dirección a la Iglesia, el marqués se dirigió a la alcoba de su hermana Filomena…
                        Era la segunda llamada a la Misa, la cena había sido esplendida, pero el calor de la conversación, el bullicio y el humo del tabaco le habían producido la necesidad de salir a tomar aire fresco y con su perro tenía la excusa perfecta.
                        Fuera no nevaba, tampoco llovía, sólo había niebla, una densa niebla que todo lo ocultaba y todo lo transportaba. Les envolvió cuando se encontraban junto a las palmeras. En el poco tiempo que llevaba visitando la finca había oído comentar a los lugareños lo fugaz del ir y venir de las nieblas en el valle y los extraños sucesos que ocurrían cuando ésta se presentaba de repente; pero fueron la oscuridad y los gemidos del perro lo que le hicieron inquietarse. Las campanas tañían llamando a misa por encima del silencio, era la tercera vez. Temeroso sin saber por qué, contuvo las ganas de echar a correr y siguió por el paseo en dirección a la casa.
                        De repente la niebla desapareció a sus espaldas y se encontró de frente a la casa iluminada con velas en mitad de una noche sin luna. Algo mas allá, se mezclaban el sonido metálico con el relinchar de caballos y por último con suma extrañeza se fijó en que los ventanales no tenían reja alguna. A continuación vio salir a la terraza del dormitorio dos mujeres y un hombre que discutían acaloradamente. Vestían de etiqueta al igual que los cuadros que se exhibían en  las paredes de los museos. Gritaban algo que él no llegó a escuchar, pero pudo comprender lo que ocurría cuando vio precipitarse por el balcón a las dos mujeres que luchaban y gritaban de pavor mientras caían.
                        Corrió hacia ellas con intención de socorrerlas, pero como dicen los lugareños del valle, en las noches sin luna la niebla se desplaza al ritmo del tañido de las campanas, y ésta le alcanzó antes de alcanzarlas. Confundido y desorientado, esperó a que pasara abrazado a Tristán. Por fin, cuando éstas cesaron de repicar a media noche, la niebla desapareció y pudo observar la casa tal cual la había abandonado media hora antes. Las farolas encendidas, las rejas en las ventanas y luz eléctrica por toda la casa.
                        Llegó a la casa y fue directamente al salón de baile, quería ver los cuadros, pero sus sentidos se rebelaron, sus ojos no le obedecían y el miedo se apoderó de él, allí estaban los cuadros, los pudo ver los tres colgados de la pared, pero sus personajes no estaban; se habían esfumado al son de las esquilas con la misma celeridad que había desaparecido la niebla…

—Buenos días Tristán, ¿has terminado ya?, anda cómete el hueso que bien te lo has ganado y después de todo, es Navidad.



LuisCar, diciembre de 2010