Raquel y Antalya eran
las mejores amigas del mundo. Entre dos personas no era posible descubrir un
amor fraternal tan puro y profundo. Sin saber cómo, un día se encontraron,
charlaron, tomaron unas cervezas y se reflejaron una en otra de tal manera que
sellaron un futuro de eterna camaradería.
Estaban
enojadas con el mundo, ese fue su primer punto de encuentro, quizás un lugar
común para muchos, pero especial para ellas. Sus mundos, que se encontraban en
orbitas simétricas, se habían derrumbado de una manera paralela, tal como los
escombros de un castillo de naipes derrumban los que se encuentran próximos en
una suerte de efecto dominó. Ambas tuvieron que esmerarse en recoger del suelo
sus pedazos, restos de autoestima, de alegría o esperanza y se vieron obligadas
a buscar, en lo más recóndito de su ser, ese ungüento que aliviaría su
desesperación y que serviría para pegar con esmero todas las teselas, en que
sus almas se habían fragmentado al chocar contra la ignorancia y la prepotencia
de aquellos que habían zancadilleado su vida.
Estaban
juntas, cogidas de la mano, sentadas en su lugar favorito: el cerro de los estorninos.
Era todo un espectáculo ver las piruetas de las aves que generaban en el aire
formas imposibles frente a un sol carmesí de fondo, platea del enorme teatro de
la naturaleza. Aquella paz, que planeaba sobre la brisa refrescaba sus mejillas,
era todo lo que necesitaban en ese momento; no había ni hijos, ni padres, ni
amantes, sólo ellas y el rumor del viento jugando con los mechones de su cabello.
El
silencio no era triste, ni azul oscuro, ni gris plúmbeo; era el sentir del
paisaje sosegado, lucido. Con la imaginación puesta en los pájaros de plumaje
marrón, sus formaciones les llevaban a preguntarse por qué todo su mundo se
había venido abajo y por qué no iban a ser capaces de sobreponerse a esta
situación, como antes lo hicieron con tantas otras. Sin duda habría situaciones
mejores, pero la contemplación de la esfera roja bañándoles de energía era el
revulsivo que necesitaban, saber que pasara lo que pasara, después siempre
habría un lugar en el cerro, o en cualquier otra parte, donde
se podrían sentar y con sólo mirarse comprenderían que, con el apoyo de la otra,
serían capaces de acometer y resultar victoriosas de las más complicadas
empresas.
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