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sábado, 5 de enero de 2013

CUENTO EN NAVIDAD (niebla y campanas)

                        El primer año de nuestro curso de Relato Breve fue el 2010. Después de los primeros escarceos y los primeros ejercicios, Felicitas, nuestra profesora, nos dijo, ahora mismo no sabría indicar con que grado de sorna, que unos escritores como nosotros, observen que el calificativo está en cursiva, no deberíamos presentarnos en clase con ningún relato cuya extensión fuera inferior a cinco páginas. Y para empezar a demostrarlo, teníamos que escribir un cuento de Navidad, sin tópicos y de tema libre. Cuando le entregué mi trabajo, lo primero que hizo fue tachar el título, las campanas son tópicas y recurrentes en Navidad, si bien, después de la lectura y el vapuleo consiguiente, me confirmó que al menos el título valía, pues las campanas estaban utilizadas de una forma no tópica. Así que ahora, cuando ha pasado la Navidad y no hay riesgo de que se repitan los sucesos que se relatan, aquí la publico en la espera de que su lectura les sea entretenida. 
CUENTO EN NAVIDAD 
 (Niebla y Campanas)

                       Vivo bajo el puente que cruza la M-30 a la altura del tanatorio.  Llevo aquí algunos años, los suficientes para que mis huesos sufran las inclemencias del invierno de Madrid. Me acompaña Tristán, siempre a mi lado, quien en silencio me escucha a todas horas. Ahora es tarde, estoy dolorido y cansado, los cartones no aíslan bien del frío y voy teniendo una edad en la que cada vez hay que descansar más, para ir haciendo menos cosas. A lo lejos suenan las campanas de la Iglesia de San Juan Evangelista llamando a la Misa del Gallo; ese tañer me hace rememorar muchas cosas e historia pasadas, y la experiencia me dice que he de cerrar los ojos para que estos no me engañen.
—Tristán, ¿te acuerdas de lo que tantas veces te conté que sucedió en aquella Noche Buena víspera del cambio de milenio?
                        Era un luminoso día de agosto cuando la Goleta Atrevida atracaba en el puerto de Astillero, próximo a Santander. Su armador, el ilustre nuevo Marqués de Cayón, Don Tarsicio García López, regresaba a la metrópoli después de haber conseguido con el comercio del azúcar, el tabaco y el café su título nobiliario. Se presentaba a sí mismo como persona que amaba el trabajo por encima de todo, era un tipo enjuto y fibroso, de mirada intensa e inteligente; tenía presencia de inglés, en la que destacaban sus ojos azules como el Caribe, el cabello rubio del color de la caña madura y una piel nívea, herencia de sus antepasados de la Montaña, y todo ello reforzado con un don especial: la psicología para con las personas, que acompañaba con una inmensa capacidad para el trabajo y una liberalidad que le hacían conseguir todo aquello que deseaba.                   
                        Don Tarsicio, que regresaba definitivamente a España, traía consigo las palmeras que habría de plantar en la entrada de su finca, las situaría cruzadas a modo de señal de un mapa que indicará el lugar desde donde partió en busca de fortuna, para años más tarde regresar con el sueño cumplido. El resto del plano lo conformaría el vallado de forja que rodearía toda la extensión del terreno, éste seguiría la silueta de su preciada isla de Puerto Rico, a la que tanto debía y a la que se accedería por una puerta de bronce dorado coronada por su nuevo blasón. Además, en la goleta de su propiedad, traía de América todo aquello que pudiese necesitar para abastecer y engalanar aquella casa de forma que sus invitados la encontraran digna de su nueva situación. Había hecho traer los muebles desde Taxco en México, los hilos de Manila en Filipinas, la china de Worcester en Inglaterra, el cristal de Bohemia y Estiria y por supuesto la plata de Viena; pero su bien más preciado y así lo refería él a toda persona a quien se la presentaba era su esposa, Doña Dominga Yauco y Ponce. Mujer menuda de mirada torva, fuerte de carácter y tan caprichosa como celosa, heredera de una familia criolla de las que tras la invasión francesa de la península, se repartió el botín del poder en la colonia.
                        Con todo este equipaje se dirigía a su nueva mansión en el lugar que le había visto nacer, Santa María de Cayón, donde se había prometido a sí mismo celebrar la cena de Noche Buena del año en que el siglo XX iniciaba su andadura, rodeado de su familia y en especial de su hermana Filomena, por quién profesaba un amor especial…

                        El conductor del Maserati acababa de atravesar el valle que se produce por la confluencia de los ríos Pas y Pisueña. Había dejado atrás Selaya y Villacarriedo para internarse en las colinas de los múltiples tonos verdes que convergían hacia el mar, donde esperaba ver por primera vez el Palacio del Indiano, la parte más importante de la herencia de su  pariente que hizo fortuna en América. Según le habían comentado, podría rescatar el título de nobiliario si él quisiera; con parte del dinero recibido podría pagar las minutas de los abogados y los derechos reales; pero era algo que todavía no había pensado y aún estaba por decidir. Lo que sí había resuelto, era invertir el resto de la herencia en un banco americano que le había aconsejado la familia de la tía abuela de Puerto Rico, The Leman Bros Bank.
                        Había salido de Madrid con su inseparable perro con la intención de tomar posesión de la casa y confirmar que podría celebrar en ella la cena familiar de Noche Buena que  correspondía al cambio de siglo; por fin se alejarían los fantasmas de las guerras mundiales y se entraría en un siglo de paz, igualdad y progreso económico.
—Vamos baja perezoso que ya hemos llegado.
                        Aparcó el coche junto a la verja metálica. Le llamó la atención el escudo y la corona que estaba sobre éste; abrió la puerta no sin esfuerzo escenificado por el chirriar de los goznes, para tomar el paseo flanqueado por las farolas, sobre el que se cruzaban dos palmeras en forma de a mayúscula. Mientras se acercaba a la entrada principal fue observando la casa, de planta cuadrada, de tres alturas vistas, pintada en color canela, con las dovelas enfoscadas en color crema rodeando los ventanales franceses y rejas de gran mérito en todas las ventanas. Su primera impresión fue de escalofrío. Alejada de cualquier otra edificación, a la luz del ocaso, con el sol dorado reflejándose en sus cristales, la visión le pareció realmente perturbadora. Una vez que recorrió los cien metros que le separaban del edificio, abrió la puerta principal a través del la cual se llegaba a la entrada interior para los carruajes. Por fin llegó al zaguán, estaba oscuro y en silencio; el perro ladró y se pudo escuchar cómo el eco franqueaba todas las estancias. Encendió la luz y se vio transportado a otra época.

                        Le resultaba increíble pensar que en un lugar como aquél, después de tanto tiempo, todo estuviera limpio y conservado como si su tío abuelo acabara de salir en dirección a la capital. Recorrió todas las habitaciones, una por una, con el perro pegado a él; comenzó por el comedor, siguió por las alcobas en los pisos altos y el dormitorio principal, situado en la primera planta, que se prolongaba hacia el exterior gracias a una terraza abalconada, para terminar por el salón de baile donde se encontraban los retratos del Marqués, la Marquesa y la hermana de éste, según rezaban en sus marcos, de gran realismo, vestidos de gala y firmados por Francisco Oller.
                        Todo estaría listo para la cena de Noche Buena, por fin después de tantos años, aquella casa volvería a estar habitada por el bullicio, los juegos y las risas de su familia...

                        Los invitados estaban sentados a la mesa, las mantelerías de hilo, las vajillas de porcelana, las copas de fino cristal, los candelabros de plata encendidos  y las viandas sobrantes listas para ser retiradas. Había sido una velada perfecta. La conversación había fluido entre los comensales, y poco o nada se había hablado de política, incluso, se había podido soslayar el tema de la reciente pérdida de las últimas colonias, incluida Puerto Rico. Cuando el anfitrión ordeno retirar los postres sus instrucciones coincidieron con la primera llamada a la Misa del Gallo. La pequeña iglesia románica aún conservaba el retablo policromado del siglo XIV, así como las campanas donadas por Doña Urraca, Reina de  Castilla y León, de las que se decía podían ser escuchadas desde cualquier parte del valle e incluso en los valles vecinos.
                        Mientras los hombres se dirigían al salón de fumar y las mujeres a sus alcobas para recomponer su apariencia antes de salir en dirección a la Iglesia, el marqués se dirigió a la alcoba de su hermana Filomena…
                        Era la segunda llamada a la Misa, la cena había sido esplendida, pero el calor de la conversación, el bullicio y el humo del tabaco le habían producido la necesidad de salir a tomar aire fresco y con su perro tenía la excusa perfecta.
                        Fuera no nevaba, tampoco llovía, sólo había niebla, una densa niebla que todo lo ocultaba y todo lo transportaba. Les envolvió cuando se encontraban junto a las palmeras. En el poco tiempo que llevaba visitando la finca había oído comentar a los lugareños lo fugaz del ir y venir de las nieblas en el valle y los extraños sucesos que ocurrían cuando ésta se presentaba de repente; pero fueron la oscuridad y los gemidos del perro lo que le hicieron inquietarse. Las campanas tañían llamando a misa por encima del silencio, era la tercera vez. Temeroso sin saber por qué, contuvo las ganas de echar a correr y siguió por el paseo en dirección a la casa.
                        De repente la niebla desapareció a sus espaldas y se encontró de frente a la casa iluminada con velas en mitad de una noche sin luna. Algo mas allá, se mezclaban el sonido metálico con el relinchar de caballos y por último con suma extrañeza se fijó en que los ventanales no tenían reja alguna. A continuación vio salir a la terraza del dormitorio dos mujeres y un hombre que discutían acaloradamente. Vestían de etiqueta al igual que los cuadros que se exhibían en  las paredes de los museos. Gritaban algo que él no llegó a escuchar, pero pudo comprender lo que ocurría cuando vio precipitarse por el balcón a las dos mujeres que luchaban y gritaban de pavor mientras caían.
                        Corrió hacia ellas con intención de socorrerlas, pero como dicen los lugareños del valle, en las noches sin luna la niebla se desplaza al ritmo del tañido de las campanas, y ésta le alcanzó antes de alcanzarlas. Confundido y desorientado, esperó a que pasara abrazado a Tristán. Por fin, cuando éstas cesaron de repicar a media noche, la niebla desapareció y pudo observar la casa tal cual la había abandonado media hora antes. Las farolas encendidas, las rejas en las ventanas y luz eléctrica por toda la casa.
                        Llegó a la casa y fue directamente al salón de baile, quería ver los cuadros, pero sus sentidos se rebelaron, sus ojos no le obedecían y el miedo se apoderó de él, allí estaban los cuadros, los pudo ver los tres colgados de la pared, pero sus personajes no estaban; se habían esfumado al son de las esquilas con la misma celeridad que había desaparecido la niebla…

—Buenos días Tristán, ¿has terminado ya?, anda cómete el hueso que bien te lo has ganado y después de todo, es Navidad.



LuisCar, diciembre de 2010

sábado, 1 de diciembre de 2012

La Promesa, 3ª y última entrega


LA PROMESA
ENTREGA III

-Se llama, bueno no creo que sea su verdadero nombre, sus compañeros de trabajo le llaman Freddie. Es tan guapo, cuando viene las compañeras se pelean por atenderle, siempre tan educado.
-Bien, dígame, le cortó Domingo, ¿sabe dónde trabaja o dónde vive?
-Esperen un momento que voy a preguntarle a mi compañera Dory, está loquita por él, sabe, –le dijo acercándose a su oído como si fuera una confidencia- seguro que puede contarles más cosas que yo.
            Te descubrí  mi colección de objetos sagrados, las fotografías, los posters, las púas de los inmortales, las guitarras, te mostré las entradas de los conciertos a los que asistí y aquellas que conseguí que me firmaran. Me abrí a ti, te ilustré en un mundo nuevo que muy pocos conocen. Te enseñe a escuchar esos sonidos únicos, como con un solo acorde el planeta dejaba de girar y todo se llenaba de notas musicales, aquellas canciones, las que están escondidas en los vinilos, aquellas a las que no prestas atención hasta que descubres que son la esencia misma de tu ser. No me habría importado habértelo  dado todo menos lo que te llevaste. No hice nada más que cumplir con mi promesa: “aunque tenga que volver desde las profundidades del infierno, siempre estaré cerca para protegerte”.
            Cuando abrieron la puerta Domingo mostró su placa.
-Creímos que estaba enfermo. No solía faltar al trabajo y siempre avisaba cuando tenía necesidad de faltar. Todo el mundo le llamaba Freddie, aunque en realidad se llamaba Fernando, Fernando Álvarez Infante. Gran trabajador. Una personalidad arrolladora, pero desde el suicidio de su mujer no había levantado cabeza, hacía jornadas interminables y nunca tenía prisa por volver a casa.
            Mientras miraba en la ficha de personal, Lorenzo y Domingo cruzaron sus miradas. Lo primero que Domingo enseñó a Lorenzo al llegar a la brigada de investigación era que las casualidades no existen y en segundo lugar que la solución más sencilla era la que más posibilidades tenía de ser la correcta, pero no por ello debía conformarse con lo superficial, siempre había que terminar el trabajo, las suposiciones era mejor dejárselas a los adivinos.
-¿Cuándo le vio por última vez?
-El viernes. Como les he dicho, se iba siempre muy tarde, decía que en casa sólo le esperaban sus fantasmas y silencio. Cuando yo me fui aún tenía el ordenador encendido.
-¿Nos puede anotar su dirección?
-Vivía fuera de Madrid, creo que aún no había vendido la casa, pero cuando murió su mujer se traslado al centro, a la Plaza de la República Dominicana.
-¿Familia? No. No tenía; era hijo único y sus padres ya habían muerto, sólo le quedaba la familia de su mujer.
-Lorenzo, sigue tú por favor, tengo una llamada, disculpe un momento –indicó mientras con el dedo taponaba el altavoz del móvil de donde surgían las notas de ‘España Cañí’
-Domingo –dijo Adriana-, lo tenemos. 192.25.25.69. La dirección IP del nickname de Internet que coincide con el del Ipod y que según telefónica está contratado a nombre de Julia Urende; el piso está a nombre de su padre; dime ¿a que no sabes dónde está ubicado?
-Déjame que lo intente, ¿por el final de Príncipe de Vergara?
-Bingo, Príncipe de Vergara, 253, octavo izquierda
-Adriana, ¿has comprobado a Julia?
-Claro, Domingo. Se suicidó hace tres meses; del padre aún no hay nada
-Envíame a toda la caballería, nosotros vamos de camino.
            Aparcaron en el carril bus, las luces del coche patrulla iluminaban intermitentemente el pequeño jardín donde se encontró el cadáver. A su espalda, a escasos 50 metros se encontraba el portal donde Domingo y Lorenzo cruzaban sus miradas de incertidumbre antes de dirigirse al ascensor.
            Domingo llamó a la puerta, lo hizo con calma, con los nudillos, no quería sobresaltar a alguien que presumiblemente tenía la sangre fría de haber mutilado a un cadáver de aquella manera.
-¡Sr. Urende, policía, por favor, abra la puerta! –su voz sonó autoritaria, imperativa, imposible de desobedecer.
            Les abrió la puerta una persona abatida, con los hombros caídos, mirada triste con ojos color miel en una faz recorrida por profundas arrugas en todas direcciones. Sus movimientos estaban ralentizados, como de alguien que no tiene prisa por hacer el siguiente movimiento ni interés en hacerlo. Era un muerto en vida.
-Buenas días, les estaba esperando. Tengo que reconocer que no han tardado demasiado, les dijo mientras se hacía a un lado de la puerta. Pasen por favor, pueden sentarse si lo desean, yo estaré listo para acompañarles en una par de minutos.
-¿Fue aquí verdad?, preguntó Domingo.
-Sí, en la habitación de al lado. Pueden entrar si lo desean, pero les advierto que es bastante desagradable. Todo está ahí: la sangre, sus restos, los instrumentos. Todo.
-Pero, ¿Por qué? Esta vez fue Lorenzo quien preguntó.
-¿Por qué? ¿Quieren saber ustedes por qué? Porque nos engañó a todos, porque detrás de ese halo de educación exquisita y de don de gentes, se ocultaban una violencia indecible y una crueldad infinita, era tan brutal que podía reducir a cualquier persona que no tuviera su fortaleza mental en una ruina.
            Yo se lo había prometido a Marta y él le había hecho daño. Me había obligado sentir el dolor más antinatural en la vida: un padre llorando la muerte de su hijo –hizo entonces una pausa, sus ojos se encontraban perdidos, como si contemplaran algo que los demás no pudieran ver- Tienen que entenderlo. Le di mi palabra. Cumpliría mi promesa, la que hice en aquella habitación a oscuras, tan pequeña:
-Está oscuro, Papá. Tengo miedo...
            Sabe inspector la gente sencilla sólo tiene un patrimonio: su palabra. Yo tuve que hacerlo. Fue a ritmo de Freddie. Ella así lo habría querido. Adoraba mi música y yo era feliz de compartirla con ella. Ahora todo está acabado y cada uno está en el lugar que le corresponde. Mi niña ahora está “en el regazo de los dioses- In the lap of the gods”, él siempre fue “mentiroso-Liar-”  y yo acabé por apretar el gatillo de la Rapsodia Bohemia; ese es mi delito y la memoria mi condena.
-¿Y el porqué de las mutilaciones? ¿Cómo pretendía ocultarlo?
-¿Las mutilaciones por ocultarlo? No. Pero todo a su tiempo. Después de haberla perdido y de lo que he hecho, no espero nada en lo que me queda de vida. A partir de ahora sólo me podré  dedicar a mantenerle en el olvido y eso pretendía. Al cortarle las manos y arrancarle los dientes, quería robarle su identidad, el alma, que vagara eternamente sin descanso por el daño que nos había hecho y por el dolor que infligió a Marta. Pensé incluso en arrancarle los ojos para sumirle en la oscuridad eterna, pero solo se los cerré para que si era capaz de abrirlos en otra vida pudiera horrorizarse en  su olvido.  
            Cuando realmente le conocí pude ver que lo único que le importaba era la fama, sus ansias de notoriedad y el peor castigo que podía darle en la vida, y en la muerte, era el anonimato, que ni cuando dieran la noticia de su muerte, nadie pudiera pronunciar su nombre. Ese sería su eterno castigo.
-Lorenzo nos marchamos –dijo Domingo frente a un ser invadido por el abatimiento- aún tienes muchos detalles que escribir para la rueda de prensa del Jefe., y volviendo sobre sus pasos, se dirigió al él:
-Por cierto, Sr. Urende, sólo una última pregunta ¿Por qué puso el Ipod en el bolsillo de la americana?
-Inspector no me lo tome a mal lo que le voy a decir-levanto la mirada que había regresado de la oscura habitación para encontrarse con un mundo lúgubre y con los ojos vidriosos buscó los del inspector- pero le voy a ser sincero, no siempre he confiado en la capacidad de la policía. Simplemente quería asegurarme que podría volver a dormir por las noches.

LuisCar

sábado, 10 de noviembre de 2012

La Promesa 2ª Parte

Esta es la segunda parte del relato policiaco que Felicitas nos pidió. Ya sabéis, necesitaba un asesinato con cadaver sin manos ni dientes. Sólo podía ser identificado a través del ADN. Por cierto, Cuenton ha subido ya la segunda parte de su relato.


LA PROMESA

ENTREGA II

—Domingo, Lorenzo, vamos a ver si hacemos una buena faena y nos libramos de las banderillas, porque si no, os voy a poner la estocada en todo lo alto. Estamos hablando de un cadáver mutilado en mitad de una de las zonas bien de la ciudad. ¿Sabéis cuantos famosos y políticos viven en esa zona? ¡Quiero resultados ya! Y cuando digo ya, es para ayer, nada de mañana, ¿me entendéis? Mirad, ¿sabéis lo que es esto? Antes de venir me he pasado por la ferretería y he comprado una llave del siete ¿Queréis saber para qué? Mejor que no, espero no tener que usarla, pero no dudéis que lo haré. ¡Entendido! ¡Venga en marcha!

—Pues sí que viene de buen humor hoy, jefe,  ¿quiere saber algún detalle?

—Domingo no me fastidies ¿me ves con cara de querer saber detalles? Mírame bien, ¿crees que me interesan? Cuando tenga que hacer la rueda de prensa para decir que he cogido al asesino, ya te los pediré; mientras tanto a la faena, no perdáis más tiempo. ¿O preferís que en la rueda de prensa diga que todos sois unos inútiles y que no habéis sido capaces de encontrar al asesino?

            No se saldría con la suya. Le había admitido, le había querido como a un hijo, le había enseñado todo lo que sabía y ahora le pagaba con esa moneda. La primera vez que le vio acaba de graduarse. Era tan joven, tan bien parecido, tenía esas manos tan perfectas, esos dedos de pianista, esa dentadura tan blanca, esa mirada tan cristalina. Entró en sus vidas como un huracán, les arrastró a todos con el vértigo de su personalidad.

            Después de la bronca, ambos se dirigieron al despacho de Domingo y se sentaron delante de la pizarra con la mirada un tanto perdida en la cristalera del último piso de la comisaría de la calle de las Huertas.

—De verdad Domingo, no lo puedo creer, ¿cómo es posible que este hombre dé el pego de esta manera? ¿De verdad nadie ha calado a este hombre? ¿Cómo puede tener esas estadísticas de resolución de casos?, no me lo explico

—Mi querido amigo Lorenzo, tranquilo, el aplomo se gana con la edad y me parece que a ti todavía te falta mucho por crecer –aquella escena le parecía de sainete mal representado, sentía necesidad de mirar a su alrededor en busca de la cámara oculta. Pero eso no era lo peor, ¿qué decir de la insufrible prepotencia con que actuaba?   

            Mientras Domingo le pedía por enésima vez a Lorenzo que bajara la música, entró una llamada en su móvil:

-Dime, Adriana, ¿novedades?

-Novedades Domingo, personas desaparecidas cero, fotografía en el barrio cero; ADN 0, Ipod 1.

- Qué, ¿acabas de leer el Marca?; te recuerdo la bronca en el despacho del jefe hace un rato, así que al turrón. A ver, ¿puedes ser más explícita?

-Lo dicho jefe, de momento no hay nada en personas desaparecidas, ninguna denuncia que cuadre con nuestro amigo. Las patrullas están enseñando la foto por el barrio pero de momento no tenemos ningún avance por ese camino. El ADN se está comparando con las bases de datos que tenemos disponibles, pero mucho me temo que como no tenga antecedentes por algún delito de guante blanco va a ser que no y por último el Ipod. El camino que he seguido es el siguiente. Me he puesto en contacto con la marca por si hubiera registrado el producto. Les he dado el número de aparato y estoy esperando respuesta, ya les he dicho lo urgente que es. Si lo hubiera comprado en la red hubiera sido más fácil pues estaría grabado el nombre en el reverso pero no ha habido suerte. Siguiente punto, tenemos un nickname, un apodo en Internet, así es como se llama el aparato cuando se conecta al ordenador. Estoy rastreando el nombre, se llama “fredmer” pero de momento puede ser cualquier cosa. Por último, la música, un Ipod de  8 Gigas con sólo una decena de canciones. Todas de Queen y menos una que es la más famosa, todas desconocidas.

-¿Eso quiere decir algo?

-En principio estoy en ello; en un soporte con capacidad para mil canciones que tenga sólo diez y raras, seguro que quiere decir algo. Quién haya grabado esto, tiene que ser un gran admirador o profesional del tema, pero yo me inclino por lo primero más que por lo segundo.

-Grábame una copia y pásamela al móvil. Anótalo todo en la pizarra, cuando regresemos de pijolandia le daremos una vuelta para ver a donde nos conduce todo esto.

            Cuando hubo colgado le dio el teléfono a Lorenzo para que lo conectara al aparato de radio del coche. Una vez hubo llegado el archivo, pulsó el play y entonces comenzó a sonar una guitarra eléctrica y una voz que arrastraba las palabras:

Synchronize your minds and see               (Sincroniza tu mente y ve
The beast within him rise                          cómo la bestia nace en su interior
Don't look back don't look back                ¡No mires atrás, no mires atras!
It's a rip off                                                Es una trampa –y verás cómo-
Flick of the wrist and you're dead baby    con un golpe de muñeca te mataré)


            Se lo había presentado Marta, se conocieron en la cafetería de la facultad, cervezas y partidas de mus, después biblioteca, cine experimental, recitales de cantautores y escapadas a la montaña. El descubrió un mundo nuevo, el mundo de la familia, del afecto. Las relaciones puras y desinteresadas, el cariño per sé, como él nunca lo había conocido entre los suyos. Le había hecho partícipe de su familia, sus hermanos, su casa, sus amigos, su vida. Se convirtió en el centro de sus reuniones, el animador de las fiestas, el arrogante y arrollador desconocido que nunca podía faltar.

            Adriana llamó a Domingo. Había seguido la pista de la música, todas las canciones eran de los primeros años setenta, incluida Bohemian Rapsody que era la única conocida; por lo demás todo un clásico. Además el que en las letras y en los títulos se tratara de asesinatos, de vida y muerte: Keep yourself alive, Doing all right, When the night comes down, Liar, Nevermore, Flick of the wrist, In the lap of the Gods, The loser in the end, Procession y Bohemian Rapshody, no podía ser ninguna coincidencia.

Había llamado a la Cadena Ser y le habían pasado con un locutor de los cuarenta principales. Éste le explicó que casi todas las canciones eran de las que no se llegaron a emitir ni en su tiempo, por tanto, lo normal era que quien las grabó fuera un gran conocedor del grupo y que además, por su fecha de publicación debía tener alrededor de la cincuentena. También le comentó que había muchos foros en internet en los que se podía hablar de ello e iniciar la búsqueda del nickname.

-A ver si damos en el clavo, porque por aquí aún no hemos avanzado nada.

            Domingo pateaba la acera de la derecha mientras Lorenzo lo hacía en la de los impares. Habían iniciado las pesquisas por Ortega y Gasset entrando desde Francisco Silvela. Después de un par de horas de búsqueda infructuosa se volvieron a reunir en la Plaza del Marqués de Salamanca.

-Sigamos hasta Velázquez y te invito a desayunar en el VIPS.

-Eso está hecho allí te espero, le dijo Lorenzo.

-Tomaré un café con leche y una tostada; para él café con leche en vaso, con la leche templada y dos porras poco hechas. ¿He acertado?

-Déjalo Domingo siempre juegas con ventaja. Por cierto, señorita Gálvez, titubeó mientras miraba la placa del uniforme ¿ha visto a este hombre alguna vez? –le mostró una foto junto con su identificación.

La mujer tomó la foto en sus manos antes de mudar su moreno color por un blanco cerúleo.

-¿Por qué le buscan? ¿le ha pasado algo?

-¿Le conoce?, respondió Lorenzo de inmediato, con voz entrecortada fruto de la ansiedad.

-Claro que si mi niño, viene todos los días a desayunar, le gusta sentarse en esa mesa de ahí detrás, junto a la cristalera. –le respondió la mujer que aún no había recuperado su color.



-¿Nos puede decir su nombre? ¿Sabe donde vive, su trabajo?
continuará...

domingo, 21 de octubre de 2012

La Promesa, relato policiaco por entregas

He estado leyendo las entradas del Blog de mi amigo Vicente y me ha hecho recordar, cuando no, rememorar muchas cosas. Creo que ambos comenzamos a escribir a la vez, pues al igual que comenta Vicente, yo no había escrito nada de ficción hasta que el azar o el destino, me transportó hasta el aula número 8 en la primera planta del Centro Cultural Paco Rabal.
Es verdad que los primeros días fueron muy duros, estábamos perdidos, perdidos, lo que se dice perdidos y mucho, pero poco a poco, con la estopa que nos daba la "profe", aquella aula sobrepoblada como lo están hoy las aulas de los colegios y las facultades, pasó a estas habitada por unos cuantos elementos, que a modo de esponja, absorbían cualquier indicación y correción.
Fruto de esos primeros días, quinto a sexto trabajo de clase, es este relato que se titula "La Promesa" y como en casi todo los que escribo la música o el arte tienen una gran importancia en el desarrollo del relato. Y como ha hecho Vicente, y desde aquí reconozco el plagio, voy a ir subiendolo por entregas, pues aunque no es muy largo, reconozco que son muchas páginas para leerlas de una tacada en el ordenador.
Además, como la escritura tiene que ser algo vivo, reto a quién quiera participar en darme ideas o sugerencias para modificar el desarrollo y el final del relato. Ahí está el guante, espero que haya alguien que lo recoja...


La Promesa

ENTREGA  I
—Lorenzo, ¿dónde estás?, ¿porqué no coges el móvil?
—Domingo, estaba ocupando, por las noches suelo dormir.
— ¿Ocupado? Vamos hombre,  que no tengo edad para tonterías. Deja tu ocupación o lo que sea, tal como esté, y echando leches. Tenemos un fiambre y según me ha dicho el jefe, lo han pasado por la picadora.
—Dios, ¡Cómo está el hampa! ¿Es que no descansa nunca? ¿Ni siquiera puede uno relacionarse con sus semejantes un domingo por la noche?  ¿Dónde nos vemos?
—Plaza del Ecuador 7.
            Lorenzo y Domingo llegaron unos minutos antes que el juez de guardia. Un aviso anónimo había alertado al 112 de la existencia de un cuerpo en una acera frente a la Plaza del Ecuador, una zona con un pequeño jardín pegado a un aparcamiento de escasa iluminación y a unos metros de la confluencia de las calles Serrano y Príncipe de Vergara.
            Las tres de la madrugada, Domingo se agacho junto al cadáver e indicó a Lorenzo que se acercase.
—Mira Lorenzo, -dijo a la vez que levantaba la sábana de aluminio que tapaba el cadáver- ¿Quién crees que ha podido hacer esto? Da una vuelta por los alrededores a ver si encuentras algo, pregunta si hay algún garito abierto y si ves a alguien, le haces las preguntas de rigor.
            Del primer examen visual sólo pudieron determinar lo más evidente, varón, de raza blanca, uno setenta y cinco de estatura, mediana edad, por las facciones probablemente español. La causa de la muerte estaría relacionada con las dos heridas que se encontraban en la espalda, arma blanca indeterminada, las manos amputadas; el forense lo corroboraría después, pero parecían cortes limpios, sin desgarros, ropa cara, traje, corbata de seda, habría que ver las etiquetas, ojos cerrados y boca ensangrentada. No tenía documentación, los bolsillos vacíos, no llevaba ni calderilla, sólo se encontró en el bolsillo interior de la americana un Ipod de los que se sujetan por una pinza.
            Ambos agentes tenían claro que aquel no había sido el lugar donde se había producido el crimen, ni las amputaciones. No había sangre, ni los restos del cadáver pendientes de localizar.
            Una vez que llegó el juez ordenó el levantamiento del cadáver, Domingo llamó a Lorenzo que estaba realizando la infructuosa ronda.
—Vayámonos a comisaría. Avisa a Adriana, la quiero a primera hora en la oficina y con la pizarra preparada. Tenemos muchas preguntas, de momento ninguna respuesta y por el estado del fiambre, mañana a primera hora saldrá la información en todos los telediarios y menos mal que es de madrugada, si no hasta en los diarios gratuitos.
—Domingo, ¿a ti que te parece?, no estamos acostumbrados a encontrarnos cadáveres por entregas y en principio, como opinión y a falta de los indicios que nos dé el forense, no sé muy bien por donde podemos empezar.
            El reloj de comisaría marcaba las ocho de la mañana cuando Lorenzo entraba en el despacho de Domingo. Nadie sabía nada de su vida privada, de su familia, si es que la tenía. Sólo que no soportaba la música que Lorenzo le obligaba a escuchar a todo trapo en su coche. Tenía alrededor de cincuenta años, así al menos los calculaba Adriana, que utilizando complicados cálculos sobre la cantidad de pelo restante y su relación inversa respecto de las canas y las entradas, junto con el desarrollo evolutivo de las tallas de su cintura, había llegado a esta conclusión. Observadora como ninguna, no se le escapaba detalle alguno de aquellos que la mayoría de los hombres jamás serían capaces de intuir ni siquiera su existencia. Joven e introvertida, todo su caudal creativo lo dirigía hacia la red, donde con tiempo y paciencia, era capaz de localizar cualquier información susceptible de ser encontrada. Adriana, sólo tenía ojos para Lorenzo, atlético, extrovertido y locuaz, le gustaba jugar con el lenguaje, pero sobre todo cuando para exasperar a Domingo, rebuscaba extraños sinónimos en vez de utilizar el lenguaje cotidiano, y eso a ella le fascinaba. Pero a Lorenzo poco le importaba; él no se fijaría en nadie cuya ropa interior no tuviera un alto contenido en encaje de color rojo y negro, compraba el As para ver la foto de la contraportada, y ella a pesar de apetecerle a veces, no estaba dispuesta a entrar en una dinámica como aquella, aunque si se ponía a tiro ¿a quién le podía amargar un dulce? Pero a pesar de todo, Adriana estaba de acuerdo con Domingo, Lorenzo podía presumir de su ingenio, su intuición y su capacidad de trabajo.
Cuando llegó  Domingo, el resto de equipo estaba tomando café delante de la pizarra.
—Buenos días, chicos ¿qué tenemos?
—Verás Domingo, preguntas, preguntas y más preguntas. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde? y ¿porqué?
—En primer lugar hay que identificar el cadáver. Una vez que conozcamos el entorno será más fácil.
— ¿Adriana? –señaló Domingo para que iniciara su exposición.
—Si Domingo –se levantó hasta acercarse a la pizarra donde hizo las anotaciones a la vez que hablaba- Acabamos de recibir el informe del forense; lo que intuíamos, La causa de la muerte fueron las dos heridas de la espalda, el cadáver tenía amputados las manos y los dientes. Por la forma de la herida quizás un cuchillo de cocina y el corte de las manos es bastante limpio, post morten de solo dos tajos, por la forma parece un machete. Las encías destrozadas, le arrancaron los dientes uno a uno, pongamos que unos alicates o unas tenazas, vamos la boca hecha un Cristo; así que para identificarle sólo tenemos de momento el ADN. Hora aproximada de la muerte las doce de la noche.
  ¿A qué hora fue la llamada al 112?
—A las dos y veinte.
—Eso quiere decir entre cometer el crimen, pasarle por el aserradero, hacerle la ortodoncia y darle el paseo no pudo pasar mucho tiempo, pongamos dos o tres horas; además, el instrumental parece que pueda servir el de cualquier casa.
— ¿Tú qué crees Lorenzo, a mi me da que no pueden haberlo matado muy lejos de donde lo encontramos? Quirófano, clínica dental, limpieza en seco y transporte en sólo dos o tres horas, parece poco tiempo y si no ha sido premeditado menos todavía.
—No tiene por qué ser del barrio, pero seguro que tiene alguna relación con él, su asesino le conocía, le cerró los ojos, así que es probable que sino él, seguramente su matarife sí lo sea; pero todas maneras vayamos paso a paso, cuando terminemos, pásale la foto a un par de patrullas y que peinen la zona. ¿Qué más tenemos Adriana?
—Tenemos la ropa y el Ipod. Las etiquetas son de lo más exclusivo, nuestro finado debía beber en las fuentes de la opulencia, indumentaria de primera calidad de tiendas exclusivas de la calle Serrano y Ortega y Gasset.
—Lorenzo, nosotros nos vamos a la zona noble a ver si alguna dependienta nos da alguna pista. Y tú Adriana, a ver qué puedes sacar del cacharro ese.
-Perdona Domingo, ¿has escuchado la música del “cacharro ese”? Es curioso, pero no pega mucho con lo que aparenta nuestro cadáver. Acabo de entrar en el menú y sólo hay música de un conjunto, que aunque siendo un clásico no va con la edad de nuestro cadáver. Esas canciones son de los primeros setenta, se debieron componer cuando sus padres eran aún novios. Otra cosa, como todos los aparatos tiene número de serie y puede estar registrado para recibir las actualizaciones. Tengo que comprobarlo
-Tira por ahí, pero si ves que no llegas a ningún sitio te paras, nuestros recursos son limitados y tenemos que optimizarlos al máximo, de todas maneras haznos una copia para que podamos escucharlas en el coche, también tengo curiosidad por escucharlas, y no te olvides de cotejar el ADN y contactar con personas desaparecidas por si alguien hubiera puesto alguna denuncia.
—No te reconozco Domingo, te pareces al jefe.
—No nombres a la bestia, que ya sabes lo que ocurre cuando se la convoca. Ves, te lo dije -ambos levantaron la cabeza para ver como el comisario entraba por la puerta de la comisaría-, todos formales que acaba de llegar y con la cara que trae seguro viene a por nosotros antes de pasarse por su despacho.
-Silva, Villar a mi despacho.           
                                                                                           continurá... 


miércoles, 6 de junio de 2012

El Síndrome de Sthendal


                  La belleza es algo abstracto que cada cual puede entender de una manera diferente. Hay muchas teorías; desde la cultura griega hasta el día de hoy, se han producido muchos debates al respecto: el canon de belleza está sujeto a la geometría, todo supeditado al número áureo o, por el contrario, todo es subjetivo y depende del punto de vista del observador.

                  Hay quien se recrea en unas curvas femeninas contoneándose frente a una obra franqueada por jubilados y obreros; hay quien también se extasía viendo algún evento deportivo en el que un par de decenas de jóvenes en pantalón corto corretean tras algún objeto esférico, más o menos, e incluso, cuando ejercen de comensales ante una buena mesa prestos a degustar una tortilla de patatas deconstruida con crema de eneldo al aroma de cilantro con trufa parda.

                  Sin menospreciar al resto de la humanidad, mi sentido de lo bello es completamente diferente, no más culto, distinto, pues a mí lo que en realidad me maravilla es, de entre lo que  se llaman obras de arte, la pintura clásica europea.

                  Cuando era niño, me pasaba horas y horas delante de los libros de ilustraciones que había en mi casa. Mientras todos mis amigos jugaban en la calle con pistolas y espadas láser, yo ojeaba la enciclopedia del arte que mi padre me había comprado por fascículos. Con el tiempo, aprendí de memoria los nombres de los grandes pintores europeos, de sus mejores obras, así como la historia y circunstancias que tras ellos había. Por supuesto que tenía mis preferencias, primero fueron los más ligeros y efectistas; después, aquellos más complejos en los que el trasfondo se hallaba oculto. Desde entonces, mi familia hizo todo lo posible por mejorar mi formación pictórica. Con el tiempo y mis clases de Bellas Artes, profundicé en el estudio de la pintura occidental.

                  En mi cabeza bullen nombres e imágenes de cientos de cuadros y pintores. No todos están expuestos en los museos, algunos son propiedad privada y sus dueños los exhiben en los cuartos de baño de sus mansiones; pero lo que sí ocurrió en una de las mejores pinacotecas del mundo, fue que  sentí aquella sensación o, por decirlo de otra manera, cuando sufrí por primera vez los síntomas de mi enfermedad.

                  Me hallaba contemplando uno de mis cuadros favoritos cuando comencé a percibir una emoción hasta entonces desconocida por mí. En primer lugar, comprobé cómo se me aceleraba pulso. Al ritmo de las palpitaciones del corazón, esa impresión se distribuyó por todo mi cuerpo. Entonces, empecé a sentir cómo la sangre fluía por mis venas hasta que se agolpó en mi cerebro, y a la vez que todo el vello de mi cuerpo se erizaba, de mis lagrimales manó un fluido salado que inundó mis mejillas. Fue justo en ese momento cuando noté que perdía el equilibrio y el conocimiento.

                  Desperté en la habitación del hospital, completamente dolorido y con un gran hematoma en la parte posterior del cráneo, sin duda producido por la caída. Un terrible dolor de cabeza, el hombro dislocado y un enorme chichón constituían el parte de lesiones. Traté de recordar qué había  ocurrido pero, por más esfuerzos que hice, no lo conseguí. En mi cabeza flotaban evocaciones del cuadro que contemplaba al desmayarme, pero trascendían más allá de la imagen estática del mismo, de lo que tantas veces había visto, si no que recordaba haber escuchado los ladridos de un mastín jugueteando con un niño quizás, el olor acre al óleo fresco, unas niñas disfrazadas a la antigua y a un hombre que observaba la escena con una cruz roja en el pecho. Esto hubiera quedado en un hecho aislado si con el paso del tiempo no hubiera recordado más pasajes de aquel incidente…

                  En el informe médico que me dieron junto con el alta, no se explicaba ninguna razón clínica que pudiera haber motivado mi caída. Una analítica correcta, constantes vitales normales y sólo una pequeña oscilación de la presión arterial no parecían suficientes razones para motivar mi caída. Movido por la curiosidad, en cuanto me hube recuperado, regresé al lugar donde tuvo lugar mi desmayo.

                  Deambulé por las salas del museo observando mis cuadros favoritos con el temor a sentir de nuevo aquella percepción, sala tras sala, cuadro tras cuadro. Sentí un ligero mareo al contemplar el Jardín de las Delicias. No le di más importancia, debía ser sólo una náusea por tener el estómago vacío tras varias horas sin comer; pero como hombre precavido que soy, me senté en el banco que esta frente a él para evitar las lesiones si perdía el conocimiento. Nada ocurrió. Me quedé tranquilo y sosegado, así que olvidé aquel incidente pensando que debía haber sido un hecho aislado…

                  Llegó la primavera y terminó el curso. Afortunadamente las calificaciones que obtuve fueron lo suficientemente buenas como para que recibiera un regalo de mis padres que aún hoy no sé bien cómo calificar, si el mejor de los obsequios o la peor de las maldiciones. Exultante de felicidad recibí a cambio de las notas un sobre. Contenía un billete de avión a París y una reserva para el hotel Marriott. Por fin tendría ante mis ojos y podría deleitarme con aquellas colecciones maravillosas que aún hoy se conservan en los Museos del Louvre y D´Orsay. Después de fundirme en un abrazo con mis padres, corrí a la biblioteca para iniciar los preparativos de lo que esperaba fuera el viaje de mi vida. Desde luego, no me equivoqué.

                  El quince de agosto aterricé en la ciudad luz. Lo primero que hice tras instalarme en el hotel, fue admirar el paisaje desde mi habitación, la 415. La vista era maravillosa, los Jardines de las Tullerías se extendían paralelos al Loira, frente a los cuales se encontraba la antigua Gare D´Orsay con su museo de los impresionistas, a la izquierda, el Louvre y a la derecha, el Jeu de Paume. El triángulo perfecto.

                  En primer lugar, quizás por seguir un orden cronológico, me dirigí al Louvre: las salas egipcias, mesopotámicas, la Piedra Rosetta, la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y, por fin, la felicidad completa, Leonardo, Canaletto, Claudio de Lorena, Delacroix, David, Gericault…

                  Paseé por aquellas salas, me asombré al ver aquellas formas, los volúmenes, los colores, las pinceladas. Había visto aquellas obras una y otra vez en libros, documentales e imágenes a través de Internet; pero, al estar frente aquellas obras, no lo pude soportar. Me emocioné hasta llorar. Había entrado en la sala donde se exponían los enormes cuadros exponentes de la teoría romántica francesa; pude ver la Balsa de la Medusa, la Libertad guiando al Pueblo y tantos otros, pero el cuadro que más me impactó fue el Húsar a caballo, de Gericault.

                  El movimiento que transmitían las crines del caballo al elevarse sobre sus patas traseras, el desplazamiento del sable curvo hacia atrás para equilibrar la composición y la mirada desorbitada del jinete a su espalda indicando al resto de la caballería ligera el camino a seguir. Fue entonces, cuando más concentrado estaba en la contemplación de los detalles de aquella obra maestra, cuando más centrado estaba en el estudio de la luz, que percibí lo que iba a ocurrir.

                  Al instante un sudor frío me recorrió la espina dorsal, sentí un ligero mareo y después…  Me encontré sentado en un caballo en mitad de una carga. Quiero creer que aquello fue un sueño sin más, pero rememoro los detalles con tanta frecuencia que me hacen dudar de si fue realidad o, por el contrario, todo fue creación de mi subconsciente.

                  Allí estaba yo, cabalgando en mitad de un escuadrón de caballería. Todo lo que me rodeaba me parecía enormemente familiar. El estruendo era enorme, los cascos golpeando sobre el terreo, las cornetas dando órdenes, los aullidos de los soldados. Portaba uniforme de húsar, con el colbach de piel de oso brillando al sol, la casaca de color azul abotonada hasta el cuello y el dolman rojo flotando al viento. Con la mano izquierda sujetaba las riendas del caballo, mientras en la derecha sostenía un sable curvo con cuyo plano apremiaba a mi caballo golpeándole en el flanco.

                  Arropado entre la multitud de jinetes me dirigí hacia las colinas que se encontraban frente a nosotros. Mientras subíamos por la ladera, pude observar aquel campo de batalla. Aquello me era muy familiar, lo había leído cientos de veces en multitud de libros y lo había visto en centenares de ilustraciones. Frente a nosotros se encontraba la Haye Sainte, a nuestra izquierda el castillo de Hougoumont. A resguardo de sus muros, atrincherada, la delgada línea roja. Yo sabía que un emperador se encontraba a nuestra espalda observando, también que, en un par de horas, pasaríamos de regreso junto a él para escuchar cómo gritaba al viento:



- Grouchy, ¿dónde está Grouchy?

-Señor, señor, ¿se encuentra usted bien? -me dijo un celador a la vez que apoyaba su mano en mi hombro.

-Disculpe, estaba tan cansado que me he quedado dormido en el banco. ¿Es hora de cerrar?



                  Salí del museo y me dirigí al hotel para reflexionar sobre lo que había sucedido. Estaba convencido de que lo que había ocurrido no era un sueño, sino pura realidad; pero aquello no podía ser. Había sentido lo mismo que cuando me desmayé en el Madrid; la única diferencia era que tenía el cuerpo completamente dolorido, como si hubiera estado cabalgado todo el día, y aquel sabor a pólvora quemada en la boca. Como me encontraba perplejo, pensé que sería mejor dar un paseo antes de encerrarme en el hotel. Rodeé por Rívoli y luego por el Hotel de Ville para pasear por la orilla de rio hasta el puente de Alejandro I a la vez que daba rienda a mi imaginación.

                  Con estas cavilaciones llegué al hotel. No pude cenar, ni siquiera dormir. Pasé toda la noche organizándolo todo. Tenía que decidirme por un cuadro, plantarme delante de él y tratar de repetir todas aquellas circunstancias en las que se habían reproducido los síntomas de mi enfermedad en las anteriores ocasiones. El grado de excitación que tenía era tan grande y estaba tan  aturdido que no conseguía elegir.

                  A la mañana siguiente me levanté realmente cansado y desmoralizado. Necesitaba mucha paz y tranquilidad para sobreponerme. Después de la ducha bajé a desayunar. Nada más entrar en el restaurante me fijé en una reproducción de un cuadro que presidía el salón sobre la chimenea. Representaba la paz y la tranquilidad del campo y el original se encontraba en el Museo de D´Orsay, justo enfrente del hotel, al otro lado del rio. Me estremecí, pero pensé, ¿qué mejor ocasión? Me decidí al momento. ¡Vamos allá! Necesitaba mucha energía, pues mis viajes siempre me habían dejado agotado. Comí como si no fuera a hacerlo en días. Cogí la mochila, mi cuaderno y, decidido, salí dispuesto a elegir mi destino.

                  A paso rápido atravesé las Tullerías, centrado en esquivar palomas y turistas. Una vez llegué a la entrada del museo, hube de esperar la enorme fila que siempre taponaba sus puertas. Cada minuto que pasaba aumentaba mi ansiedad. Me encontraba por momentos más y más nervioso, hasta que por fin llegó el momento de entrar. Traspasé el hall de entrada para girar a la izquierda en busca de la colección de Alfred Chauchard. Allí estaba. Flanqueado por el Bosque de Rousseau se encontraba mi obra elegida, El Ángelus, de Millet.

                  Esperé toda la mañana. Lo observé desde todas las posiciones, me acerqué y alejé, me elevé sobre los talones, me agaché y flexioné las rodillas para evitar los reflejos de la luz artificial en pos de encontrar la puerta de acceso, pero nada ocurrió. Me senté y levanté. Con el paso del tiempo, terminé por perder la concentración y empecé a fijarme en el resto de visitantes. Estaba ya resignado al fracaso cuando me llamó la atención otro cuadro. Entonces sucedió. Todos los síntomas se agolparon de repente y, de pronto, me encontré montado en un carro de heno frente al que tres mujeres se agachaban para espigar, seguidas a lo lejos por la atenta mirada de un capataz montado a caballo. Paseé por el sembrado y observe cómo hacía sus labores y cómo las bandadas de pájaros sobrevolaban los campos cultivados. Hacía mucho frío, mucho sol y también mucha paz.

                  Me encontraba feliz porque había encontrado el camino. A partir de entonces sólo tendría que encontrar los cuadros precisos y esperar a que las puertas se abrieran.

                   El resto de mis días en París los pasé preparando mi estrategia. Quería alcanzar el conocimiento que tantas obras de arte me habrían de dar sin tener en cuenta los posibles peligros. Llegué incluso a hacer una lista de todos aquellos cuadros con los que lo debería intentar.

                  Una vez en Madrid, fui testigo de muchos hechos históricos; observé cómo fusilaban a los patriotas el 3 de mayo, cómo el general Torrijos impidió que le vendaran los ojos antes de su ejecución, e incluso pude ver cómo tres lusitanos acuchillaban a Viriato mientras dormía. También recorrí jardines renacentistas, campos cultivados, ciudades medievales, canales barrocos y calles  decimonónicas; además, navegué por los siete mares, observé batallas navales, naufragué en ellas y, en varias ocasiones, estuve a punto de perecer. En la última ocasión que atravesé el umbral vi hundirse al Santísima Trinidad después de que el Victory le disparaba toda una andanada por la amura de babor, consecuencia de la cual perdí la mano derecha.

                  Ya he dejado de viajar, pero no me resigno. Sólo me queda relatar la historia de todo aquello que me ha sucedido en los últimos años. He aprendido a escribir con la mano izquierda; no quiero que nada quede en el olvido, siempre habrá alguien que vuelva encontrar las puertas tal como yo lo hice. Ahora vivo rodeado de cuatro acolchadas paredes blancas que están vacías, en ellas intento dibujar durante las noches, pero todas las mañanas las vuelven a pintar de blanco y me retiran el lápiz. Así quieren mis captores quieren evitar mi huida, pero cuando oscurezca escaparé para siempre. He dibujado “La Gran Vía”, de López, en el interior de mi camisa.


Luiscar