La belleza es
algo abstracto que cada cual puede entender de una manera diferente. Hay muchas
teorías; desde la cultura griega hasta el día de hoy, se han producido muchos debates
al respecto: el canon de belleza está sujeto a la geometría, todo supeditado al
número áureo o, por el contrario, todo es subjetivo y depende del punto de
vista del observador.
Hay quien se
recrea en unas curvas femeninas contoneándose frente a una obra franqueada por
jubilados y obreros; hay quien también se extasía viendo algún evento deportivo
en el que un par de decenas de jóvenes en pantalón corto corretean tras algún
objeto esférico, más o menos, e incluso, cuando ejercen de comensales ante una
buena mesa prestos a degustar una tortilla de patatas deconstruida con crema de
eneldo al aroma de cilantro con trufa parda.
Sin menospreciar
al resto de la humanidad, mi sentido de lo bello es completamente diferente, no
más culto, distinto, pues a mí lo que en realidad me maravilla es, de entre lo
que se llaman obras de arte, la pintura
clásica europea.
Cuando era niño,
me pasaba horas y horas delante de los libros de ilustraciones que había en mi
casa. Mientras todos mis amigos jugaban en la calle con pistolas y espadas láser,
yo ojeaba la enciclopedia del arte que mi padre me había comprado por
fascículos. Con el tiempo, aprendí de memoria los nombres de los grandes
pintores europeos, de sus mejores obras, así como la historia y circunstancias
que tras ellos había. Por supuesto que tenía mis preferencias, primero fueron
los más ligeros y efectistas; después, aquellos más complejos en los que el
trasfondo se hallaba oculto. Desde entonces, mi familia hizo todo lo posible
por mejorar mi formación pictórica. Con el tiempo y mis clases de Bellas Artes,
profundicé en el estudio de la pintura occidental.
En mi cabeza
bullen nombres e imágenes de cientos de cuadros y pintores. No todos están
expuestos en los museos, algunos son propiedad privada y sus dueños los exhiben
en los cuartos de baño de sus mansiones; pero lo que sí ocurrió en una de las
mejores pinacotecas del mundo, fue que sentí
aquella sensación o, por decirlo de otra manera, cuando sufrí por primera vez
los síntomas de mi enfermedad.
Me hallaba
contemplando uno de mis cuadros favoritos cuando comencé a percibir una emoción
hasta entonces desconocida por mí. En primer lugar, comprobé cómo se me aceleraba
pulso. Al ritmo de las palpitaciones del corazón, esa impresión se distribuyó
por todo mi cuerpo. Entonces, empecé a sentir cómo la sangre fluía por mis
venas hasta que se agolpó en mi cerebro, y a la vez que todo el vello de mi
cuerpo se erizaba, de mis lagrimales manó un fluido salado que inundó mis
mejillas. Fue justo en ese momento cuando noté que perdía el equilibrio y el
conocimiento.
Desperté en la
habitación del hospital, completamente dolorido y con un gran hematoma en la
parte posterior del cráneo, sin duda producido por la caída. Un terrible dolor
de cabeza, el hombro dislocado y un enorme chichón constituían el parte de
lesiones. Traté de recordar qué había
ocurrido pero, por más esfuerzos que hice, no lo conseguí. En mi cabeza
flotaban evocaciones del cuadro que contemplaba al desmayarme, pero trascendían
más allá de la imagen estática del mismo, de lo que tantas veces había visto, si
no que recordaba haber escuchado los ladridos de un mastín jugueteando con un
niño quizás, el olor acre al óleo fresco, unas niñas disfrazadas a la antigua y
a un hombre que observaba la escena con una cruz roja en el pecho. Esto hubiera
quedado en un hecho aislado si con el paso del tiempo no hubiera recordado más
pasajes de aquel incidente…
En el informe
médico que me dieron junto con el alta, no se explicaba ninguna razón clínica
que pudiera haber motivado mi caída. Una analítica correcta, constantes vitales
normales y sólo una pequeña oscilación de la presión arterial no parecían suficientes
razones para motivar mi caída. Movido por la curiosidad, en cuanto me hube
recuperado, regresé al lugar donde tuvo lugar mi desmayo.
Deambulé por las
salas del museo observando mis cuadros favoritos con el temor a sentir de nuevo
aquella percepción, sala tras sala, cuadro tras cuadro. Sentí un ligero mareo al
contemplar el Jardín de las Delicias. No le di más importancia, debía ser sólo
una náusea por tener el estómago vacío tras varias horas sin comer; pero como
hombre precavido que soy, me senté en el banco que esta frente a él para evitar
las lesiones si perdía el conocimiento. Nada ocurrió. Me quedé tranquilo y sosegado,
así que olvidé aquel incidente pensando que debía haber sido un hecho aislado…
Llegó la
primavera y terminó el curso. Afortunadamente las calificaciones que obtuve fueron
lo suficientemente buenas como para que recibiera un regalo de mis padres que
aún hoy no sé bien cómo calificar, si el mejor de los obsequios o la peor de
las maldiciones. Exultante de felicidad recibí a cambio de las notas un sobre.
Contenía un billete de avión a París y una reserva para el hotel Marriott. Por
fin tendría ante mis ojos y podría deleitarme con aquellas colecciones
maravillosas que aún hoy se conservan en los Museos del Louvre y D´Orsay.
Después de fundirme en un abrazo con mis padres, corrí a la biblioteca para iniciar
los preparativos de lo que esperaba fuera el viaje de mi vida. Desde luego, no
me equivoqué.
El quince de
agosto aterricé en la ciudad luz. Lo primero que hice tras instalarme en el
hotel, fue admirar el paisaje desde mi habitación, la 415. La vista era
maravillosa, los Jardines de las Tullerías se extendían paralelos al Loira,
frente a los cuales se encontraba la antigua Gare D´Orsay con su museo de los
impresionistas, a la izquierda, el Louvre y a la derecha, el Jeu de Paume. El
triángulo perfecto.
En primer lugar,
quizás por seguir un orden cronológico, me dirigí al Louvre: las salas
egipcias, mesopotámicas, la Piedra Rosetta, la Victoria de Samotracia, la Venus
de Milo y, por fin, la felicidad completa, Leonardo, Canaletto, Claudio de
Lorena, Delacroix, David, Gericault…
Paseé por
aquellas salas, me asombré al ver aquellas formas, los volúmenes, los colores,
las pinceladas. Había visto aquellas obras una y otra vez en libros, documentales
e imágenes a través de Internet; pero, al estar frente aquellas obras, no lo
pude soportar. Me emocioné hasta llorar. Había entrado en la sala donde se
exponían los enormes cuadros exponentes de la teoría romántica francesa; pude
ver la Balsa de la Medusa, la Libertad guiando al Pueblo y tantos otros, pero
el cuadro que más me impactó fue el Húsar a caballo, de Gericault.
El movimiento
que transmitían las crines del caballo al elevarse sobre sus patas traseras, el
desplazamiento del sable curvo hacia atrás para equilibrar la composición y la
mirada desorbitada del jinete a su espalda indicando al resto de la caballería
ligera el camino a seguir. Fue entonces, cuando más concentrado estaba en la
contemplación de los detalles de aquella obra maestra, cuando más centrado
estaba en el estudio de la luz, que percibí lo que iba a ocurrir.
Al instante un
sudor frío me recorrió la espina dorsal, sentí un ligero mareo y después… Me encontré sentado en un caballo en mitad de
una carga. Quiero creer que aquello fue un sueño sin más, pero rememoro los
detalles con tanta frecuencia que me hacen dudar de si fue realidad o, por el
contrario, todo fue creación de mi subconsciente.
Allí
estaba yo, cabalgando en mitad de un escuadrón de caballería. Todo lo que me
rodeaba me parecía enormemente familiar. El estruendo era enorme, los cascos
golpeando sobre el terreo, las cornetas dando órdenes, los aullidos de los soldados.
Portaba uniforme de húsar, con el colbach
de piel de oso brillando al sol, la casaca de color azul abotonada hasta el
cuello y el dolman rojo flotando al viento. Con la mano izquierda sujetaba las
riendas del caballo, mientras en la derecha sostenía un sable curvo con cuyo
plano apremiaba a mi caballo golpeándole en el flanco.
Arropado entre
la multitud de jinetes me dirigí hacia las colinas que se encontraban frente a
nosotros. Mientras subíamos por la ladera, pude observar aquel campo de batalla.
Aquello me era muy familiar, lo había leído cientos de veces en multitud de
libros y lo había visto en centenares de ilustraciones. Frente a nosotros se
encontraba la Haye Sainte, a nuestra izquierda el castillo de Hougoumont. A
resguardo de sus muros, atrincherada, la delgada línea roja. Yo sabía que un emperador
se encontraba a nuestra espalda observando, también que, en un par de horas,
pasaríamos de regreso junto a él para escuchar cómo gritaba al viento:
- Grouchy, ¿dónde está Grouchy?
-Señor, señor, ¿se encuentra usted bien? -me dijo un celador a la vez
que apoyaba su mano en mi hombro.
-Disculpe, estaba tan cansado que me he quedado dormido en el banco. ¿Es
hora de cerrar?
Salí del museo y
me dirigí al hotel para reflexionar sobre lo que había sucedido. Estaba
convencido de que lo que había ocurrido no era un sueño, sino pura realidad;
pero aquello no podía ser. Había sentido lo mismo que cuando me desmayé en el Madrid;
la única diferencia era que tenía el cuerpo completamente dolorido, como si
hubiera estado cabalgado todo el día, y aquel sabor a pólvora quemada en la
boca. Como me encontraba perplejo, pensé que sería mejor dar un paseo antes de
encerrarme en el hotel. Rodeé por Rívoli y luego por el Hotel de Ville para
pasear por la orilla de rio hasta el puente de Alejandro I a la vez que daba
rienda a mi imaginación.
Con estas
cavilaciones llegué al hotel. No pude cenar, ni siquiera dormir. Pasé toda la
noche organizándolo todo. Tenía que decidirme por un cuadro, plantarme delante
de él y tratar de repetir todas aquellas circunstancias en las que se habían reproducido
los síntomas de mi enfermedad en las anteriores ocasiones. El grado de
excitación que tenía era tan grande y estaba tan aturdido que no conseguía elegir.
A la mañana
siguiente me levanté realmente cansado y desmoralizado. Necesitaba mucha paz y
tranquilidad para sobreponerme. Después de la ducha bajé a desayunar. Nada más
entrar en el restaurante me fijé en una reproducción de un cuadro que presidía
el salón sobre la chimenea. Representaba la paz y la tranquilidad del campo y
el original se encontraba en el Museo de D´Orsay, justo enfrente del hotel, al
otro lado del rio. Me estremecí, pero pensé, ¿qué mejor ocasión? Me decidí al
momento. ¡Vamos allá! Necesitaba mucha energía, pues mis viajes siempre me habían dejado agotado. Comí como si no fuera a hacerlo
en días. Cogí la mochila, mi cuaderno y, decidido, salí dispuesto a elegir mi
destino.
A paso rápido
atravesé las Tullerías, centrado en esquivar palomas y turistas. Una vez llegué
a la entrada del museo, hube de esperar la enorme fila que siempre taponaba sus
puertas. Cada minuto que pasaba aumentaba mi ansiedad. Me encontraba por
momentos más y más nervioso, hasta que por fin llegó el momento de entrar. Traspasé
el hall de entrada para girar a la
izquierda en busca de la colección de Alfred Chauchard. Allí estaba. Flanqueado
por el Bosque de Rousseau se encontraba mi obra elegida, El Ángelus, de Millet.
Esperé toda la
mañana. Lo observé desde todas las posiciones, me acerqué y alejé, me elevé
sobre los talones, me agaché y flexioné las rodillas para evitar los reflejos
de la luz artificial en pos de encontrar la puerta de acceso, pero nada
ocurrió. Me senté y levanté. Con el paso del tiempo, terminé por perder la
concentración y empecé a fijarme en el resto de visitantes. Estaba ya resignado
al fracaso cuando me llamó la atención otro cuadro. Entonces sucedió. Todos los
síntomas se agolparon de repente y, de pronto, me encontré montado en un carro
de heno frente al que tres mujeres se agachaban para espigar, seguidas a lo
lejos por la atenta mirada de un capataz montado a caballo. Paseé por el
sembrado y observe cómo hacía sus labores y cómo las bandadas de pájaros
sobrevolaban los campos cultivados. Hacía mucho frío, mucho sol y también mucha
paz.
Me encontraba feliz
porque había encontrado el camino. A partir de entonces sólo tendría que
encontrar los cuadros precisos y esperar a que las puertas se abrieran.
El resto de mis días en París los pasé
preparando mi estrategia. Quería alcanzar el conocimiento que tantas obras de
arte me habrían de dar sin tener en cuenta los posibles peligros. Llegué
incluso a hacer una lista de todos aquellos cuadros con los que lo debería
intentar.
Una vez en
Madrid, fui testigo de muchos hechos históricos; observé cómo fusilaban a los
patriotas el 3 de mayo, cómo el general Torrijos impidió que le vendaran los
ojos antes de su ejecución, e incluso pude ver cómo tres lusitanos acuchillaban
a Viriato mientras dormía. También recorrí jardines renacentistas, campos
cultivados, ciudades medievales, canales barrocos y calles decimonónicas; además, navegué por los siete
mares, observé batallas navales, naufragué en ellas y, en varias ocasiones, estuve
a punto de perecer. En la última ocasión que atravesé el umbral vi hundirse al
Santísima Trinidad después de que el Victory le disparaba toda una andanada por
la amura de babor, consecuencia de la cual perdí la mano derecha.
Ya he dejado de viajar, pero no me resigno. Sólo me
queda relatar la historia de todo aquello que me ha sucedido en los últimos
años. He aprendido a escribir con la mano izquierda; no quiero que nada quede
en el olvido, siempre habrá alguien que vuelva encontrar las puertas tal como
yo lo hice. Ahora vivo rodeado de cuatro acolchadas paredes blancas que están
vacías, en ellas intento dibujar durante las noches, pero todas las mañanas las
vuelven a pintar de blanco y me retiran el lápiz. Así quieren mis captores quieren
evitar mi huida, pero cuando oscurezca escaparé para siempre. He dibujado “La
Gran Vía”, de López, en el interior de mi camisa.
Luiscar
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