sábado, 5 de enero de 2013

CUENTO EN NAVIDAD (niebla y campanas)

                        El primer año de nuestro curso de Relato Breve fue el 2010. Después de los primeros escarceos y los primeros ejercicios, Felicitas, nuestra profesora, nos dijo, ahora mismo no sabría indicar con que grado de sorna, que unos escritores como nosotros, observen que el calificativo está en cursiva, no deberíamos presentarnos en clase con ningún relato cuya extensión fuera inferior a cinco páginas. Y para empezar a demostrarlo, teníamos que escribir un cuento de Navidad, sin tópicos y de tema libre. Cuando le entregué mi trabajo, lo primero que hizo fue tachar el título, las campanas son tópicas y recurrentes en Navidad, si bien, después de la lectura y el vapuleo consiguiente, me confirmó que al menos el título valía, pues las campanas estaban utilizadas de una forma no tópica. Así que ahora, cuando ha pasado la Navidad y no hay riesgo de que se repitan los sucesos que se relatan, aquí la publico en la espera de que su lectura les sea entretenida. 
CUENTO EN NAVIDAD 
 (Niebla y Campanas)

                       Vivo bajo el puente que cruza la M-30 a la altura del tanatorio.  Llevo aquí algunos años, los suficientes para que mis huesos sufran las inclemencias del invierno de Madrid. Me acompaña Tristán, siempre a mi lado, quien en silencio me escucha a todas horas. Ahora es tarde, estoy dolorido y cansado, los cartones no aíslan bien del frío y voy teniendo una edad en la que cada vez hay que descansar más, para ir haciendo menos cosas. A lo lejos suenan las campanas de la Iglesia de San Juan Evangelista llamando a la Misa del Gallo; ese tañer me hace rememorar muchas cosas e historia pasadas, y la experiencia me dice que he de cerrar los ojos para que estos no me engañen.
—Tristán, ¿te acuerdas de lo que tantas veces te conté que sucedió en aquella Noche Buena víspera del cambio de milenio?
                        Era un luminoso día de agosto cuando la Goleta Atrevida atracaba en el puerto de Astillero, próximo a Santander. Su armador, el ilustre nuevo Marqués de Cayón, Don Tarsicio García López, regresaba a la metrópoli después de haber conseguido con el comercio del azúcar, el tabaco y el café su título nobiliario. Se presentaba a sí mismo como persona que amaba el trabajo por encima de todo, era un tipo enjuto y fibroso, de mirada intensa e inteligente; tenía presencia de inglés, en la que destacaban sus ojos azules como el Caribe, el cabello rubio del color de la caña madura y una piel nívea, herencia de sus antepasados de la Montaña, y todo ello reforzado con un don especial: la psicología para con las personas, que acompañaba con una inmensa capacidad para el trabajo y una liberalidad que le hacían conseguir todo aquello que deseaba.                   
                        Don Tarsicio, que regresaba definitivamente a España, traía consigo las palmeras que habría de plantar en la entrada de su finca, las situaría cruzadas a modo de señal de un mapa que indicará el lugar desde donde partió en busca de fortuna, para años más tarde regresar con el sueño cumplido. El resto del plano lo conformaría el vallado de forja que rodearía toda la extensión del terreno, éste seguiría la silueta de su preciada isla de Puerto Rico, a la que tanto debía y a la que se accedería por una puerta de bronce dorado coronada por su nuevo blasón. Además, en la goleta de su propiedad, traía de América todo aquello que pudiese necesitar para abastecer y engalanar aquella casa de forma que sus invitados la encontraran digna de su nueva situación. Había hecho traer los muebles desde Taxco en México, los hilos de Manila en Filipinas, la china de Worcester en Inglaterra, el cristal de Bohemia y Estiria y por supuesto la plata de Viena; pero su bien más preciado y así lo refería él a toda persona a quien se la presentaba era su esposa, Doña Dominga Yauco y Ponce. Mujer menuda de mirada torva, fuerte de carácter y tan caprichosa como celosa, heredera de una familia criolla de las que tras la invasión francesa de la península, se repartió el botín del poder en la colonia.
                        Con todo este equipaje se dirigía a su nueva mansión en el lugar que le había visto nacer, Santa María de Cayón, donde se había prometido a sí mismo celebrar la cena de Noche Buena del año en que el siglo XX iniciaba su andadura, rodeado de su familia y en especial de su hermana Filomena, por quién profesaba un amor especial…

                        El conductor del Maserati acababa de atravesar el valle que se produce por la confluencia de los ríos Pas y Pisueña. Había dejado atrás Selaya y Villacarriedo para internarse en las colinas de los múltiples tonos verdes que convergían hacia el mar, donde esperaba ver por primera vez el Palacio del Indiano, la parte más importante de la herencia de su  pariente que hizo fortuna en América. Según le habían comentado, podría rescatar el título de nobiliario si él quisiera; con parte del dinero recibido podría pagar las minutas de los abogados y los derechos reales; pero era algo que todavía no había pensado y aún estaba por decidir. Lo que sí había resuelto, era invertir el resto de la herencia en un banco americano que le había aconsejado la familia de la tía abuela de Puerto Rico, The Leman Bros Bank.
                        Había salido de Madrid con su inseparable perro con la intención de tomar posesión de la casa y confirmar que podría celebrar en ella la cena familiar de Noche Buena que  correspondía al cambio de siglo; por fin se alejarían los fantasmas de las guerras mundiales y se entraría en un siglo de paz, igualdad y progreso económico.
—Vamos baja perezoso que ya hemos llegado.
                        Aparcó el coche junto a la verja metálica. Le llamó la atención el escudo y la corona que estaba sobre éste; abrió la puerta no sin esfuerzo escenificado por el chirriar de los goznes, para tomar el paseo flanqueado por las farolas, sobre el que se cruzaban dos palmeras en forma de a mayúscula. Mientras se acercaba a la entrada principal fue observando la casa, de planta cuadrada, de tres alturas vistas, pintada en color canela, con las dovelas enfoscadas en color crema rodeando los ventanales franceses y rejas de gran mérito en todas las ventanas. Su primera impresión fue de escalofrío. Alejada de cualquier otra edificación, a la luz del ocaso, con el sol dorado reflejándose en sus cristales, la visión le pareció realmente perturbadora. Una vez que recorrió los cien metros que le separaban del edificio, abrió la puerta principal a través del la cual se llegaba a la entrada interior para los carruajes. Por fin llegó al zaguán, estaba oscuro y en silencio; el perro ladró y se pudo escuchar cómo el eco franqueaba todas las estancias. Encendió la luz y se vio transportado a otra época.

                        Le resultaba increíble pensar que en un lugar como aquél, después de tanto tiempo, todo estuviera limpio y conservado como si su tío abuelo acabara de salir en dirección a la capital. Recorrió todas las habitaciones, una por una, con el perro pegado a él; comenzó por el comedor, siguió por las alcobas en los pisos altos y el dormitorio principal, situado en la primera planta, que se prolongaba hacia el exterior gracias a una terraza abalconada, para terminar por el salón de baile donde se encontraban los retratos del Marqués, la Marquesa y la hermana de éste, según rezaban en sus marcos, de gran realismo, vestidos de gala y firmados por Francisco Oller.
                        Todo estaría listo para la cena de Noche Buena, por fin después de tantos años, aquella casa volvería a estar habitada por el bullicio, los juegos y las risas de su familia...

                        Los invitados estaban sentados a la mesa, las mantelerías de hilo, las vajillas de porcelana, las copas de fino cristal, los candelabros de plata encendidos  y las viandas sobrantes listas para ser retiradas. Había sido una velada perfecta. La conversación había fluido entre los comensales, y poco o nada se había hablado de política, incluso, se había podido soslayar el tema de la reciente pérdida de las últimas colonias, incluida Puerto Rico. Cuando el anfitrión ordeno retirar los postres sus instrucciones coincidieron con la primera llamada a la Misa del Gallo. La pequeña iglesia románica aún conservaba el retablo policromado del siglo XIV, así como las campanas donadas por Doña Urraca, Reina de  Castilla y León, de las que se decía podían ser escuchadas desde cualquier parte del valle e incluso en los valles vecinos.
                        Mientras los hombres se dirigían al salón de fumar y las mujeres a sus alcobas para recomponer su apariencia antes de salir en dirección a la Iglesia, el marqués se dirigió a la alcoba de su hermana Filomena…
                        Era la segunda llamada a la Misa, la cena había sido esplendida, pero el calor de la conversación, el bullicio y el humo del tabaco le habían producido la necesidad de salir a tomar aire fresco y con su perro tenía la excusa perfecta.
                        Fuera no nevaba, tampoco llovía, sólo había niebla, una densa niebla que todo lo ocultaba y todo lo transportaba. Les envolvió cuando se encontraban junto a las palmeras. En el poco tiempo que llevaba visitando la finca había oído comentar a los lugareños lo fugaz del ir y venir de las nieblas en el valle y los extraños sucesos que ocurrían cuando ésta se presentaba de repente; pero fueron la oscuridad y los gemidos del perro lo que le hicieron inquietarse. Las campanas tañían llamando a misa por encima del silencio, era la tercera vez. Temeroso sin saber por qué, contuvo las ganas de echar a correr y siguió por el paseo en dirección a la casa.
                        De repente la niebla desapareció a sus espaldas y se encontró de frente a la casa iluminada con velas en mitad de una noche sin luna. Algo mas allá, se mezclaban el sonido metálico con el relinchar de caballos y por último con suma extrañeza se fijó en que los ventanales no tenían reja alguna. A continuación vio salir a la terraza del dormitorio dos mujeres y un hombre que discutían acaloradamente. Vestían de etiqueta al igual que los cuadros que se exhibían en  las paredes de los museos. Gritaban algo que él no llegó a escuchar, pero pudo comprender lo que ocurría cuando vio precipitarse por el balcón a las dos mujeres que luchaban y gritaban de pavor mientras caían.
                        Corrió hacia ellas con intención de socorrerlas, pero como dicen los lugareños del valle, en las noches sin luna la niebla se desplaza al ritmo del tañido de las campanas, y ésta le alcanzó antes de alcanzarlas. Confundido y desorientado, esperó a que pasara abrazado a Tristán. Por fin, cuando éstas cesaron de repicar a media noche, la niebla desapareció y pudo observar la casa tal cual la había abandonado media hora antes. Las farolas encendidas, las rejas en las ventanas y luz eléctrica por toda la casa.
                        Llegó a la casa y fue directamente al salón de baile, quería ver los cuadros, pero sus sentidos se rebelaron, sus ojos no le obedecían y el miedo se apoderó de él, allí estaban los cuadros, los pudo ver los tres colgados de la pared, pero sus personajes no estaban; se habían esfumado al son de las esquilas con la misma celeridad que había desaparecido la niebla…

—Buenos días Tristán, ¿has terminado ya?, anda cómete el hueso que bien te lo has ganado y después de todo, es Navidad.



LuisCar, diciembre de 2010

1 comentario:

  1. Fantástico. En todos los sentidos. He podido disfrutarlo ahora mucho más que en clase. Enhorabuena.

    ResponderEliminar