domingo, 20 de enero de 2013

El caballero medieval


            Lo más divertido de escribir son los trabajos de clase. Somos bastantes, alrededor de una docena; cada uno con nuestras diferentes inquietudes respecto de la vida, la escritura, la música, la lectura, pero contrariamente a lo que se pudiera pensar, creo que somos un grupo homogéneo. ¿Por qué? Se preguntará el lector, pues porque, en el tiempo que llevamos juntos, hemos aprendido a entendernos, a respetar como es cada cual, a aplaudirle en lo que hace bien y en apoyar y criticar con el cariño con que lo haría un hermano, aquellas cosas que son mejorables. Esto no quiere decir que la crítica mordaz no haga acto de presencia, siempre planea sobre nosotros, sino que siempre es bien intencionada y con un sólo fin: nuestro crecimiento literario e intelectual.
            Es por todo esto, que para nosotros la asistencia a clase es uno de los momentos de la semana, por lo cual solo fuerzas de causa mayor pueden impedir nuestra asistencia. En uno de esos días, la profe nos explicó qué eran los mitos de la creación y las leyendas -la clase teórica está ya subida en el blog de los cuentistas del Rabal- y como colofón en la siguiente clase, teníamos que jugar a ser dioses creando el mundo, éste o cualquier otro que se nos ocurriera, o a ser charlatanes creando una leyenda. Yo, por mi parte, como mis compañeros ya saben de qué pie cojeo –el arte, la historia, los museos, la ciencia ficción, la novela negra, el misterio- y qué es lo que mas me gusta leer y escribir, nada tuve que comentar cuando leí en clase esta invención de leyenda. Espero que sea del agrado de todos...

El caballero medieval

—Mi brigada, parece que ha visto un fantasma. ¿Qué le pasa, si sólo ha mirado la lista de servicios para esta noche? Hay luna llena pero no es para tanto
— ¿Sabes qué día es hoy?
—Claro, mi brigada, hoy es domingo, 10 de julio, el cumpleaños de mi madre. Voy a comer con ella y luego, a las nueve, cuando sea la hora de cerrar el museo entro de guardia con Vd., mi brigada.

             El brigada Chaparro no podía creer su mala suerte; qué malaje, se decía en su tierra. De estatura breve y amplio estomago, hacía honor a su apellido, mientras el cabo primero profesional, que así se hacía llamar, chusquero para todos los demás, se llamaba Olmo, alto y corpulento como el árbol que no aún contraído la grafiosis. 

—No es que quiera darte una clase de historia pero, ¿sabes cuál es la pieza más importante del museo?
—Por supuesto, mi brigada, recitó de carrerilla, las piezas más importantes del Museo del Ejército son: la capa de Boabdil, ‘El chico’, la armadura de Carlos I y, por encima de todas ellas, como reza el folleto de la entrada, la Tizona, la espada del Cid Campeador.
— ¿De verdad que no has oído nada al respecto?
— ¿Algo de qué, mi Brigada?
—No, si va a ser verdad que te has ganado a pulso el apodo de chusquero.  ¿Sabes lo que vamos a hacer esta noche? Tú y yo nos vamos a encerrar en la sala de banderas y de ahí no nos va a mover nadie hasta que amanezca. ¿Entendido?
—Mi brigada, por favor, explíqueme de qué va todo esto.
—Voy a contarte una historia, pero cuando termine nunca la harás mención, yo negaré haberla contado y juraré sobre la Biblia que nunca oí hablar de ella.

            Fue hace bastantes años, yo aún no era brigada, acababa de pedir destino en Madrid y el museo podía ser un destino tranquilo. Así, que todo ufano y contento, me dispuse a hacer mi primera guardia nocturna por los pasillos de este edificio, que como ya debes saber fue el salón del trono que formaba parte del Palacio de Buen Retiro. Por un lado, pensé que sería un trabajo relajado donde pasear y dejar sestear los días hasta la fecha de mi ascenso, en la que podría pedir un destino más acorde con mis aptitudes y mis deseos, una tranquila oficina en alguna ciudad del sur, junto a mi amado mar Mediterráneo. 

            Aquella noche no la podré olvidar jamás. Domingo, 10 de julio.  Nada más cerrar la puerta y apagar las luces del edificio, un ruido de cristales rotos atronó en el interior. Rápidamente, los que estábamos de guardia nos dividimos en dos grupos, unos a rodear el perímetro exterior, los más y otros, el brigada Plácido y yo mismo, corrimos por los pasillos en busca de la causa de aquel estrépito. En nuestra carrera, jadeantes y azuzados por la adrenalina de nuestra sangre, llegamos hasta la sala de armas blancas donde nos encontramos una vitrina rota y sus cristales desperdigados por todo el suelo.     Lo peor, La Tizona, desaparecida. Escuchamos sonido a lo largo de los pasillos, incluso llegué a creer que había escuchado metales golpeando entre sí, relinchos y ruido de cascos a la carrera. Pasado el primer momento, todo permaneció en silencio. Encendimos todas las luces del museo y recorrimos las estancias, los pasillos, las oficinas, hasta llegar a las buhardillas y los sótanos. Hasta llegar a una conclusión: nadie había entrado, nadie había salido. 

            Una vez hubo terminado la ronda completa, apostamos vigilancia en los lugares de entrada y salida, y nos dirigimos al cuerpo de guardia para hacer el informe que habríamos de presentar a nuestros superiores al día siguiente de aquella pavorosa noche. Fue entonces, cuando los mismos ruidos se reprodujeron y al llegar de nuevo a la sala de armas blancas, cuál no sería nuestra sorpresa, al ver vimos cómo una figura a caballo, vestida con yelmo y cota de malla, depositaba la espada en la urna de cristal para desvanecerse lentamente a la vez que los rayos de sol entraban por los huecos de las contraventanas. No habríamos creído lo que vimos si no hubiera sido por el reguero de sangre que dejó tras de sí, la misma que goteaba de la Tizona y por la cabeza que se encontraba pinchada en la pica del alabardero que se encuentra junto a la puerta de la sala.

            Muchos son los testimonios de personas que dicen haber visto la figura de un caballero medieval que cabalga por el Retiro blandiendo una espada en noches de luna llena, y todos ellos coinciden en la fecha, domingo, 10 de julio, aniversario de la muerte del Cid Campeador.


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